De un tiempo a esta parte, el Teatro de la Zarzuela está adoptando la costumbre de incluir estrenos mundiales de óperas contemporáneas en su temporada lírica. Ya lo hizo en 2008 con La Celestina de Joaquín Nin-Culmell. Ahora le ha tocado el turno a una ópera que se encontraba esperando ver la luz desde 2004: Yo, Dalí, de un compositor octogenario, Xavier Benguerel. El Ministerio de Cultura encargó en ese año una ópera al catalán para celebrar el centenario del nacimiento del pintor de Figueras pero que por cuestiones técnicas no pudo estrenarse. Ahora por fin Benguerel ha podido ver su obra en escena en un teatro equivocado, a nuestro juicio, y durante tres únicos días que han pasado sin pena ni gloria (las menguadas cuentas del coliseo no pueden permitirse el lujo de hundirse con esta obra inédita y no apta para todos los públicos).
Y decimos esto por el lenguaje musical de la obra, un bajel demasiado caudaloso de sonidos y armonías que no posee ningún mástil ni punto de apoyo al que agarrarse. El discurso musical, oscuro, opresivo, es eminentemente atonal y está plagado de disonancias con profusión de metales y percusión como timbales, xilófono y marimba (utilizados éstos como efectos de contraste tímbrico). La orquesta, distribuida casi camerísticamente por grupos instrumentales, subraya, matiza o resalta deliberadamente palabras y frases del texto del dramaturgo Jaime Salom.
El tratamiento vocal por su parte no es ni mucho menos convencional: no existe el menor atisbo de melodía o algo que se le parezca (o al menos no hemos conseguido percibir un discurso melódico en ninguna parte de la obra), sino que los cantantes se limitan a un contracanto-recitado continuo con ciertas especificidades en cada personaje (giros vocales propios de cada personalidad), pero que la impresión general que causa el canto en el espectador es de monotonía, pesadez y falta de variedad notables. El autor no varía su estilo: no existe eclecticismo en la partitura, y el lirismo que podrían requerir ciertos momentos del texto, brilla por su ausencia. Las voces se oponen unas a otras (como si fuera un combate de boxeo), existen turnos de intervenciones, como en los diálogos de la vida real, excepto en el dúo de Gala con Superstar, donde encontramos cierta yuxtaposición entre el tenor y la mezzo. Creemos que a las voces hay que tratarlas de otra manera: en esta obra los acentos de las palabras se colocan en las sílabas equivocadas, con lo que el canto resulta de una antinaturalidad cargante.
La dramaturgia, elaborada por Jaime Salom, estructura la obra en cuatro actos y en varias escenas (al estilo de Eugen Oneguin de Tchaikovsky). Tres idiomas (español, catalán, francés e inglés) vehiculan la acción, que gira en torno a toda la relación amorosa de Dalí con su musa Gala, y la inevitable dependencia artística y vital del pintor hacia ella. Quizá es Gala el eje de la acción dramática y de todos los acontecimientos que se generan: la locura de amor de Dalí por ella (hasta querer consumar cada uno de sus cuerpos en un sólo ser más allá de la propia vida), el egoísmo y la avaricia de la musa por hacer un continuo negocio con los cuadros del pintor, las discusiones entre ambos hasta acabar con la muerte de Gala cuando Dalí se da cuenta de que durante toda su vida ella le ha manipulado a su antojo, y la enajenación mental del pintor en sus últimas horas de vida, que le lleva a ver visiones y alegorías a su alrededor.
Aparecen en escena personajes reales asociados a cada uno, como el poeta surrealista francés Paul Éluard, esposo de Gala; el poeta de Fuentevaqueros Federico García Lorca y el cineasta Luis Buñuel, amigos íntimos del pintor catalán; el déspota padre y la comprensiva hermana de Dalí, y hasta un melenudo actor que representa el musical Jesucristo Superstar de Lloyd Webber en Nueva York, del que se enamorará Gala en su madurez porque le recuerda a su verdadero y único amor: el ya difunto Éluard. Todos ellos están concebidos como personajes episódicos y simbólicos que forman parte del entramado existencial de cada uno de los protagonistas: Dalí y Gala.
Quizá el elemento simbólico (desde el punto de vista escénico) más atractivo e impactante que pudimos ver en la obra es la escena del circo erótico (acto tercero) donde un maduro Dalí en un trono dorado prepara orgías monumentales para satisfacer su inhibición sexual: aparecen en escena máscaras, disfraces y desnudos integrales de mujeres y hombres entonando endemoniadas alabanzas corales a la fornicación y a la escatología humana. Todas esas máscaras reaparecerán en la escena final, donde se nos presenta a un solitario Dalí en fase terminal, por delante del cual desfilan cual representación onírica (nunca mejor dicho en caso de Dalí) los personajes que han constituido parte de su azarosa y exitosa vida: se evoca el fusilamiento de Lorca y aparece el padre del pintor recriminándole su estilo pictórico y anunciándole que morirá solo, como efectivamente ocurre, y lo hará trágicamente al tocar a la bailarina que representa simbólicamente a su musa ya muerta mientras se declara un incendio en su castillo de Cadaqués.
Encomiable en general la labor de todos los intérpretes vocales en una obra ya de por sí demasiado extensa en duración (dos horas y media) y pesada a la vez que complicada de cantar. Destacaremos el trabajo de tres de ellos. El jovencísimo barítono Joan Martín-Royo (hemos comprobado que es un auténtico especialista en ópera contemporánea, se lo pasa pipa) encarnó a un Dalí reencarnado, supo captar (in) creíblemente los aspectos distintivos de la personalidad y el comportamiento del pintor: sus particulares excentricidades y conductas extravagantes, su hedonismo unido a su afán de protagonismo (que lleva al personaje a querer ser fotografiado por las cámaras cuando le detiene la policía en la inauguración de los Almacenes Bonwit-Teller de Nueva York), su gestualidad, su característica catalanidad cerril en el lenguaje, su perversión sexual... en suma, un Dalí personificado tanto física (el maquillaje ha caracterizado eficazmente a Royo) como psicológicamente.
La mezzo argentina Marisa Martins en una Gala igualmente con un notable parecido físico respecto al personaje real, dotó a su personaje de una presencia escénica de femme fatale que subyugaría a cualquiera. Pudimos ver recientemente al polivalente actor y tenor Toni Comas en la obra Amadeu de Boadella en los Teatros del Canal y salimos encantados. En esta obra podemos decir lo mismo, el catalán es un pedazo de actor que dio vida a dos personajes: Paul Éluard y a Jesucristo Superstar (por ser este personaje quien le recuerda a Gala enormemente su parecido con Éluard).
A pesar de la música, argumentalmente la ópera se sobrelleva entre el público, y respecto a lo escénico, habría estado muy acertado que como elemento decorativo se hubiera visto en el escenario algún cuadro del genial pintor (El Gran Masturbador, La persistencia de la memoria...), sólo en la escena final parece adivinarse en el fondo del escenario rasgos de algún cuadro original. Por lo general se ha tendido a escenarios minimalistas entre cortinas, una trastienda, un trono, una cama de matrimonio y unos objetos que pasaban por rocas escarpadas de acantilado (una vez más adivinamos que será por cuestiones de presupuesto).
Aun con todo, creemos que el Teatro de la Zarzuela no es el escenario idóneo para estrenar y representar ópera contemporánea, ya que la esencia de su programación y su público asiduo es de teatro lírico español; ignoramos que el coliseo más indicado para este tipo de repertorio, el Teatro Real, no haya dado su consentimiento para estrenar esta obra (podría haberse hablado con Mortier, ya que el grueso de la próxima temporada del teatro de la Plaza de Oriente es ópera contemporánea del XX y XXI) pero lo que pedimos al coliseo de la Calle Jovellanos y a su inminente nueva dirección es que las programaciones se destinen exclusivamente al género musical al que originariamente fue concebido este teatro, y del cual lleva su nombre: LA ZARZUELA. Dejemos los experimentos para otro tipo de laboratorios.
Programa de mano
Libreto
No hay comentarios:
Publicar un comentario