Una obra del joven compositor jienense Josué Moreno (1980) fue la encargada de abrir la decimoprimera
edición del ciclo operadhoy. El
título elegido no podría poseer un significado tan explícito para plasmar las
intenciones de la dramaturgia elaborada por Raúl Arbeloa: Stabat Mater, en su origen el texto
litúrgico contemplativo obra del franciscano del siglo XIII Jacopone da Todi que
retrata el dolor y sufrimiento de la
Virgen ante la visión de su Hijo en la Cruz, y al que siglos
posteriores multitud de afamados compositores dedicaron sus pentagramas.
Pero para esta nueva creación, la visión del Stabat Mater está muy alejada de la
primigenia asociada al ámbito religioso cristiano. En el presente caso se trata
de la empatía hacia el dolor ajeno y “el sufrimiento que provoca el sacrificio
realizado en aras de un bien que se considera superior a uno mismo”. Tomando
como partida un inhumano tema contemporáneo para sustentar una ópera
contemporánea como es la ablación del clítoris en ciertos países subdesarrollados
del mundo actual, y el sufrimiento de las mujeres a él asociado, los dos
autores sustentan su propuesta teatral sobre un pasticcio musical donde se insertan músicas de épocas diferentes,
como lieder de Schubert, Schumann o
Loewe, arias de óperas de Händel o fragmentos del Stabat Mater RV 621 de Vivaldi.
No existe trama al uso, sino una serie de simbologías en
torno al tema tratado. Una mezzo aparece cantando en el escenario imaginario de
un teatro el aria “Son qual rocca” de Tolomeo,
re d’Egitto de Händel. En un soliloquio comenzará a reflexionar sobre la ablación
femenina mientras se autoinculpa en cierta medida de interpretar arias handelianas,
encomendadas en época de su estreno a los castrati, realizando un paralelismo histórico de la
ablación con la aberración masculina con fines artísticos. De repente aparecerá
la voz angelical de una niña que ataviada con una máscara guerrera y un florido
penacho (travestismo que caracteriza a un castrato original interpretando a un
personaje mitológico), se convertirá en el alter
ego de la mezzo, llegando a producirse entre ellas cierta comunión humana, artística,
y, por qué no decirlo, sexual. El austero mobiliario escénico y el vestuario de
las dos protagonistas acusan un arabismo y cierto indigenismo en la
ambientación, especialmente en la segunda parte.
Los pequeños argumentos románticos o amorosos de los lieder seleccionados, a pesar de su
descontextualización y carencia de relación entre sí al hilvanarse a lo largo
de la representación, dotan al espectáculo de un fuerte componente alegórico y
simbólico, otorgando gran expresividad y significación poética a las
situaciones de la vida real que se escenifican, muchas de ellas de un profundo
onirismo. Así, encontramos el Lied D. 373 de Schubert, canciones de Liederkreis opus 39, Myrthen opus 25 o Liederalbum für die Jugend opus 79 de Schumann, o la tenebrosa
balada de Loewe: Edward. Todo ello,
junto a la profusa inserción de arias de Händel (Tolomeo, Admeto, re di Tessaglia, Alcina…), el Nocturne de la ópera
Béatrice et Bénédict de Berlioz, convierte
a esta imaginativa creación actual en un babel musical al contar con cinco
lenguas para las piezas elegidas: español, latín, italiano, alemán y francés.
El montaje no sólo se vehicula a través del pasticcio musical. El compositor Josué
Moreno también realiza una leve aportación de lenguaje vocal contemporáneo con
la inclusión de breves recitativos encomendados a la mezzo que, en su prosodia,
beben en cierta medida de la técnica del Sprechgesang
(canto hablado) de Arnold Schönberg, aunque no al nivel de Pierrot Lunaire. Encontramos un ejemplo de lo dicho en la primera
de las dos partes de las que consta el espectáculo: la lectura de un pasaje de
la carta de Charles de Saint-Evremond al joven Dery, paje de su amante, donde al
susodicho joven se le informa acerca de las ventajas que experimentará tanto a
nivel amoroso como artístico tras realizarle la arriesgada operación
quirúrgica. Moreno también escribe una nana (“Nana de la niña muda”), para uno
de los momentos más escalofriantes de la obra: cuando la niña se autolesiona en
sus partes más íntimas practicándose a sí misma una ablación. Asimismo, el
compositor realiza adaptaciones del dúo “Son nata a lagrimar” de la ópera Giulio Cesare de Händel (convertido en
la composición propia “Sombra” concluyendo el espectáculo), de la canción “El
paño moruno” de las Siete Canciones
Populares Españolas de Falla o de las secuencias que ha elegido del Stabat Mater vivaldiano. Aunque el de
Vivaldi fue el único elegido, hubiera resultado muy interesante ahondar en otros
famosos Stabat Mater, como el de
Pergolesi.
El montaje también se nutre de material sonoro previamente
grabado, como fondos acústicos o reproducciones fonográficas de carácter
radiofónico en las cuales se informa acerca de reuniones de ámbito internacional,
donde los principales imanes religiosos se disponen a decidir sobre la práctica
cultural de la ablación del clítoris, o la intervención de una mujer relatando
los escabrosos detalles de un caso concreto.
La mezzo Ana Cristina
Marco y la soprano Irene R.
Cabezuelo dieron vida a este metafórico y singular Stabat Mater, realizando un admirable trabajo vocal a la hora de
amoldarse a una gran variedad de estilos musicales de diferentes épocas, y
actoral, en relación a su expresión de emociones humanas y su presencia
continua en el escenario durante la hora y cuarenta minutos del espectáculo,
una duración que, debido al en su mayoría carácter contemplativo y estático de
unas situaciones escénicas sin demasiado carácter lineal ni argumental, se
antoja un tanto excesivo.
La primera sobrellevó unas exigentes agilidades vocales y
ornamentos en el repertorio handeliano complementado con una gallarda
impostación actoral. Su compañera, que aparecía más tarde en escena, destiló
pureza, ternura y puerilidad, mostrando en su personaje el dolor de la mujer a
la que el salvajismo de una sociedad retrógrada obliga a prácticas físicas abominables.
Su agudo timbre, muy cercano al de una voz blanca, resultó idóneo para el
melodismo de los lieder, una encantadora
voz que entusiasmó cuando no conmocionó, creando expectación y cierto clima de
ansiedad en la recitación de la
Balada del muchacho del páramo opus 122 nº 1
de Schumann. Las dos cantantes estuvieron arropadas por el piano de Miguel Ángel Alonso Mirón, que vehiculó
desde el escenario el espectáculo alternando en el caso de la escritura musical
de Josué Moreno, teclado y pulsación de las cuerdas interiores del piano, creando
particulares efectos percutivos. Inevitablemente, la sola presencia de su
instrumento como acompañante de las piezas originales con orquesta de Händel,
Vivaldi o Berlioz, atenúa la riqueza armónica e instrumental de las mismas,
especialmente a la hora de expresar dolor y sufrimiento (motivo conductor del
espectáculo) que, por citar un ejemplo, una orquesta de cuerdas podría
especialmente resaltar en las disonancias de la obra sacra que da título a este
novedoso teatro musical.
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