En mi más completa y absoluta bisoñez, cuando el virus de la música clásica, y más concretamente el de la ópera, me contagió, la segunda ópera que me compré en disco compacto fue el gran éxito de Verdi tras su profunda depresión que le afectó en los órdenes personal (la temprana muerte de sus hijos en 1838 y 1839 y la de su jovencísima esposa Marguerita Barezzi en 1840) y artístico (el fracaso en Milán de su ópera cómica Un giorno di regno). Hablo por supuesto de su tercera ópera, Nabucco, estrenada en 1842 en plena efervescencia nacionalista italiana, una obra con libreto de Temistocle Solera de ambiente histórico-religioso que, basándose libremente en el Antiguo Testamento, narra la historia del Rey de Babilonia Nabucodonosor II, el cual ejerce un arrollador sometimiento sobre el pueblo hebreo que le llevará a hacer arder el templo de Jerusalén (final del acto I), con un mesiánico profeta Zacarías que insta continuamente a los hebreos a liberarse de su yugo (final del acto III). El popularísimo coro de esclavos hebreos Va pensiero llegó a convertirse en un elemento clave de la ópera, un auténtico himno oficioso de la nación de Dante en época del estreno de la ópera que simbolizaba el sentimiento nacional de liberación del pueblo italiano frente a su opresor, el Imperio austríaco.
Pues bien, la versión que elegí en mi compra fue la que grabaran para la Decca en 1965 el barítono Tito Gobbi dando vida al personaje titular, la soprano Elena Suliotis como la esclava Abigaile, el bajo Carlo Cava en Zacarías y el tenor Bruno Prevedi en el nada lucido papel de Ismaele, todos bajo la batuta del maestro italiano Lamberto Gardelli.
Encantado como niño con zapatos nuevos asistía al descubrimiento de una ópera insolentemente melódica, con un protagonismo coral apabullante y con más dosis de lirismo que de puro dramatismo. Debo reconocer que era un adolescente poco habituado a escuchar óperas completas de ninguna época concreta (todo lo que llegaba hasta mí de música culta era mayormente por radio y por los pocos discos que tenían mis padres y que yo me ponía en mis ratos libres, ninguno de ellos óperas completas, sino sólo extractos), y, como era de esperar, la escucha de Nabucco me produjo una honda emoción y entusiasmo. Quizá yo era fácilmente impresionable, pero lo que más me fascinaba de la grabación mencionada era por un lado el poderío vocal de la soprano Elena Suliotis como una Abigaile desenfrenada y de un temperamento arrollador, y por otro lado, la sorprendente capacidad expresiva de Gobbi como el rey Nabucco, al cual daba un matiz distinto a cada situación de una ópera que no está muy desarrollada teatral ni dramáticamente.
Más que la voz en sí, me fascinaban las intenciones en el decir de sus frases, adecuadas magistralmente a los diferentes momentos de la obra, una increíble facilidad para dar verosimilitud a los sentimientos que se exigen de este personaje: cómo subraya el desprecio hacia sus enemigos religiosos, cómo se embrabucona en sus ansias de triunfo, y sobre todo, cómo recrea emociones encontradas, pasando desde la rabia más salvaje, al dolor y la desesperación en el final del acto II, cuando tras exigir a todos los presentes (a Abigaile, a Zaccaria, los hebreos y a su propia hija Fenena) que se postren ante él, ya que se considera un dios, un milagro divino le levanta la corona de la cabeza. Me resultaba sorprendente cómo se deshacía en llanto, -literalmente-, en ese instante monologar de la ópera, donde se lamenta de que su hija haya confesado abrazar la religión de los hebreos y considere al de Israel como su único Dios. También me llegaba a la fibra sensible cómo suplicaba perdón a Abigaile en el tenso dúo con ella del acto III, mientras la esclava, sentada en el trono del Rey, amenaza a Nabucco con sacrificar a su hija Fenena junto a los hebreos en el templo de Baal.
Todas estas características, que hacían que los oyentes nos creyésemos al personaje que estaba dando vida Gobbi, las fui descubriendo progresivamente a medida que ahondé en su discografía. Así llegué hace no mucho al Simon Boccanegra de los cincuenta, rol titular que cantó junto a nuestra amadísima soprano catalana Victoria de los Ángeles como una dulce y cándida Amelia Grimaldi y el bajo ruso Boris Christoff como Fiesco (uno de los más impresionantes Boris Godunov de la historia del disco junto a Nicolai Ghiaurov). Una grabación dirigida por el maestro Gabriele Santini cuyo sonido monoaural no obstruía para nada las capacidades de expresión del gran Tito Gobbi: ese temible corsario que llega a convertirse con apoyos dudosos en, por otra parte, un justo Dux de Venecia contra el cual conspirarán continuamente sus enemigos políticos hasta envenenarle.
Más allá del hombre de Estado, que tiene que demostrar toda su abrumadora personalidad dramática enfrentándose a la oposición política en el Senado veneciano, está el padre, ese progenitor que es una mezcla del propio Nabucco y de Rigoletto, y que tiene en el dúo con su recién descubierta hija María (personalidad oculta bajo el pseudónimo de Amelia Grimaldi) del acto I, uno de los momentos más tiernos y apasionados, donde Gobbi hace completo alarde de ternura paternal. Y en esta versión (con permiso del referencial Ghiaurov con Claudio Abbado) nos creemos de verdad a ese padre que llora de emoción delante de su queridísima hija. También asistimos a la tajante negación del compromiso matrimonial de Amelia con su propio rival político, Gabriele Adorno, en el acto II. Un acto en cuya parte central presenciamos cómo, permitidme que lo diga así, "Tito Boccanegra" nos hace creer que se adormece delante de nuestros oídos, insuflando una somnolencia al personaje de una verosimilitud increíble, como pocos lo han conseguido en el disco y los escenarios.
Fuera del terreno verdiano, Gobbi consiguió igualmente recreaciones convincentes dando vida al despiadado barón Scarpia de la Tosca. Aun así, en este caso tuvo un poderoso rival tanto en la escena como en las salas de grabación: su paisano Giuseppe Taddei. Los expertos (Dios me libre de serlo) consideran la grabación de 1953 de Gobbi junto a Maria Callas y Giuseppe Di Stefano bajo la batuta de Victor de Sabata como la de referencia de esta ópera. Pero a pesar de que nuestro barítono ofrecía un muy creíble comisario de policía, el de Taddei era simple y llanamente perfecto. Si Tito resaltaba las cualidades persuasivas y malévolas del personaje, Taddei unía a estos matices unas cualidades vocales que definían completamente al personaje creado por Giacosa, Illica y Puccini.
Y es que a pesar de su magistral faceta actoral, traducida en una fuerte expresividad y una admirable capacidad para recrear el dramatismo, aspecto en el que tuvo pocos rivales (ahí quedan sus 25 versiones cinematográficas de óperas), Tito Gobbi no llegó a ser un barítono de gran poderío vocal. Su canto, aunque vigoroso, no destacaba en el registro agudo, donde a veces se mostraba un tanto forzado. Su voz no era muy agradable de escuchar, sobre todo cantando belcanto italiano: su Fígaro era bastante desastroso y muy burdo en el canto legato y los refinamientos vocales que exige este tipo de repertorio operístico. Más hubiera destacado en el carácter de un Don Bartolo que de un Barbiere.
A pesar de sus apreciables limitaciones vocales, la notable discografía que nos ha legado Tito Gobbi, tanto las más comerciales grabaciones en estudio como las mucho más numerosas en vivo, sirven para dar buena cuenta de su arte, haciendo justicia a un verdadero actor-cantante que ha dado mucho a la ópera italiana.
2 comentarios:
Pues yo al revés que tú, ha sido muy tardíamente cuando he comenzado a apreciar las cualidades, que tan bien señalas, de Gobbi, con la excepción de Falstaff, que ahí sí que me entró de primeras.
Nunca es tarde si la dicha es buena ;-) Muchas gracias por tu visita y tu comentario, Maac. Un cordial saludo.
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