Cuando en un concierto se programa una única obra, al espectador se le exige un grado de atención más elevado si cabe
que en el caso de que lo conformaran varias piezas independientes. Y máxime
cuando se trata de una obra religiosa como es un Réquiem, donde el oyente continuamente
es partícipe de ese cúmulo de emociones y sensaciones de carácter espiritual o
místico que se experimentan durante la audición de una misa de difuntos, con la
imagen de la muerte siempre presente, terrible o esperanzadora, según sea el
prisma compositivo del autor.
El Réquiem que han
propuesto en esta temporada la
Orquesta y Coro de RTVE, el del compositor checo Antonín
Dvorák, es uno de los menos divulgados y por ende menos conocidos entre el gran
público aficionado. Estrenado en 1891 en la ciudad inglesa de Birmingham, se
trata de una obra densa y marmórea, imbuida de un halo dramático (aunque no tan
teatral y operístico como en el caso del Réquiem
verdiano) que en su escucha conjunta crea en el oyente la sensación de despojar
a la muerte del consuelo con el que, por ejemplo, la había aliviado el francés Gabriel
Fauré tres años antes en su propio Réquiem.
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La interpretación a la que asistimos estuvo generosamente
cuidada en matices expresivos por la batuta de Carlos Kalmar a lo largo de todas y cada una de las secuencias que
conforman esta monumental obra. Grandilocuencia y recogimiento (algo más subrayada
aquélla) se aunaron gracias a la labor de una orquesta bien conducida que
sacaba a relucir el detalle que desde el podio y con perfección milimétrica, el
maestro uruguayo pretendía extraer de ella. Todo ello con el firme sostén y
apoyo de una masa coral significativamente reforzada y en plenitud de
facultades canoras como fueron el Coro de RTVE más el Coro de la Comunidad de Madrid,
sabiamente preparados por Carlos Aransay y Pedro Teixeira, respectivamente, que
demostraron su enorme valía a la hora de enfrentarse a una extensa obra que
exige de ellos un esfuerzo mayúsculo y permanente, sin tregua al servir la contención
espiritual (en muchas ocasiones a capella o con un austero acompañamiento
instrumental) y la tensión dramática en sintonía con la orquesta.
La obra de Dvorák contaba con un equilibrado plantel de
solistas vocales dominado por dos cantantes centroeuropeas (la soprano búlgara Svetla Krasteva y la mezzo alemana Alexandra Petersamer),
el bajo danés Stephen Milling y la única presencia española del joven tenor canario
Gustavo Peña (al cual le pudimos ver
por última vez en los Teatros del Canal en su exitosa encarnación de Luis de
Vargas de la ópera Pepita Jiménez de
Albéniz). Con su cálido y seductor color vocal regaló momentos de gran belleza y lirismo.
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