Adentrarse en el universo sinfónico mahleriano es siempre una experiencia única, mística y trascendental. Su propósito (¿quizá mesiánico?) de trasladar al género musical de la sinfonía todas y cada una de las preocupaciones y vivencias del ser humano, su percepción sensorial de todo lo que le rodea y su afán de trascendencia, hacen de él uno de los compositores más ambiciosos desde el punto de vista creativo de toda la historia de la música.
De toda su producción, la Tercera Sinfonía en Re menor ocupa un lugar muy destacado en cuanto a su duración: más de 90 minutos y seis movimientos distintos, algo insólito en la historia de este género. Para contrarrestar el cierto temor que el compositor poseía respecto a su extensísimo primer movimiento, el más largo y elaborado que había compuesto hasta el momento (de más de media hora de duración), decidió dividir la ejecución de la obra en dos partes, por un lado el primer tiempo y por otro los cinco movimientos restantes, que en conjunto rebasan la hora.
Abordar esta magna y monumental sinfonía requiere de unos conjuntos que respondan. A pesar de que sólo encontramos la tan vital y necesaria para Mahler presencia de la voz en los movimientos cuarto (mezzo) y quinto (coro femenino, infantil y mezzo), es la gigantesca orquesta en cuanto a plantilla la que debe responder desde el primer movimiento, un auténtico poema sinfónico de múltiples contrastes que es una radiografía musical mahleriana: el gusto por diseminar la música de raíz popular por todo el discurso orquestal, presencia de melodías o tempos marciales y fúnebres, uso de pequeñas células motívicas, multiplicidad de dinámicas y claroscuros musicales, imaginativa paleta orquestal, apabullante potencia rítmica y esa tendencia a reafirmar la victoria final en los metales tras pasajes psicológicamente negros y oscuros. En suma, las bases del mismo arte sinfónico mahleriano.
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