Se levantó el anatema en El Escorial durante tantas décadas mantenido con la ópera Don Carlo.
Por fin su Teatro Auditorio, situado a escasos metros del emblemático Monasterio,
saldaba la deuda con la monumental ópera de Verdi acogiendo en su no demasiado
consolidado festival veraniego tres únicas representaciones de una obra que
alimenta aún hoy la leyenda negra (más para unos que para otros) del monarca
Felipe II respecto a la muerte de su hijo, el infante Don Carlos.
Y ahí estaba Albert Boadella, director artístico de los Teatros del Canal y consumado hombre teatral, estrenándose
como director operístico para desbaratar esa leyenda negra y pretender hacer
justicia a la historia de España revisitando el argumento pero según él dejando
intacta la música, algo que debemos poner muy en entredicho, pues en esta su
propuesta de la ópera italiana en cuatro actos, opta, como hacen algunos directores, por
combinar música de las diversas versiones que posee la obra, circunstancia aquí visiblemente apreciable en el final de los actos tercero y cuarto, y
suprimiendo como viene siendo habitual el acto de Fontainebleau.
Todos sabemos que por lo general no ha sido nunca pretensión de
ninguna ópera (género ficcional en sí mismo) narrar hechos reales, por muchos
paralelismos y personajes históricos que puedan existir. Y en este caso, el Don Carlo de Verdi, inspirado en el
drama schilleriano que alimenta con creces la leyenda de una España negra, no
podía ser una excepción; ni mucho menos podía sentar cátedra histórica, cuando
se ha comprobado que muchos historiadores rechazan de pleno esa teoría de la leyenda.
Una leyenda que sin embargo aún pesa como una losa en muchos sectores porque al parecer, y por
inverosímil que parezca para con una obra de teatro cantado, les afecta en sus
propias carnes. Por tanto, esa lógica que guía a todo este
montaje, tan escrupulosamente apegada a una aparente realidad histórica,
provoca finalmente el inesperado suicidio del traumático protagonista privando
al respetable de la sobrenatural conclusión, con lo que se certifica por parte
de Boadella un absoluto desacuerdo con la dramaturgia del relato original. En
suma, parece entenderse que el desequilibrio mental de Carlos (a lo se une como estímulo la consoladora voz de su abuelo el emperador desde el
inframundo) desencadena su propia autodestrucción (pese a que sorprendentemente minutos antes
manifiesta a Elisabetta su decidido empeño de ayudar al pueblo flamenco), y que
por ello y como se dice vulgarmente, matando al perro se acaba la rabia. Todo bajo
ese ánimo de justificarse ante la historia presente, desmitificando el mito mediante
un mayor acercamiento a la verdad histórica.
Sería injusto no reconocer que Boadella conoce muy bien por qué terreno deambula y su propia lógica teatral le funciona. Se apoya en una sobria pero efectiva escenografía inclinada con elementos clave como la tumba del emperador Carlos V y un pertinente y vistoso decorado de época debido a Pedro Moreno, haciendo uso de una simbología y una introspección psicológica que se amolda con acierto y mucha pericia teatral a cada una de las situaciones de la ópera, como esa recreación onírica de Carlo y Elisabetta niños para evocar la escena del bosque de Fontainebleau, la lujosa escena de Éboli y las damas con la presencia pictórica de El jardín de las delicias de El Bosco y el famoso retrato de la reina atribuido a Juan Pantoja, o el ostentoso cuadro coral del auto de fe con profusión de estandartes. Exhaustiva tradición con novedosas intenciones dramatúrgicas se aúnan pues en esta visión teatral de la ópera de Verdi.
Sería injusto no reconocer que Boadella conoce muy bien por qué terreno deambula y su propia lógica teatral le funciona. Se apoya en una sobria pero efectiva escenografía inclinada con elementos clave como la tumba del emperador Carlos V y un pertinente y vistoso decorado de época debido a Pedro Moreno, haciendo uso de una simbología y una introspección psicológica que se amolda con acierto y mucha pericia teatral a cada una de las situaciones de la ópera, como esa recreación onírica de Carlo y Elisabetta niños para evocar la escena del bosque de Fontainebleau, la lujosa escena de Éboli y las damas con la presencia pictórica de El jardín de las delicias de El Bosco y el famoso retrato de la reina atribuido a Juan Pantoja, o el ostentoso cuadro coral del auto de fe con profusión de estandartes. Exhaustiva tradición con novedosas intenciones dramatúrgicas se aúnan pues en esta visión teatral de la ópera de Verdi.
Dentro del equipo de colaboradores de confianza con los que
ha contado Boadella, quien más óptimamente se ha ajustado a esta novedosa concepción
escénica es el tenor José Bros, que ha hecho completamente suya la asunción del
perfil neurótico del personaje titular, y lo que es más importante, conseguir
hacer sumamente creíble esa nueva apuesta psicológica de Boadella, por lo que
con ello ésta se engrandece y se convierte en todo un acierto a nivel
interpretativo. En el terreno vocal, pese a no poseer el instrumento idóneo
para las características dramáticas que exige el papel por la cualidad
eminentemente lírica del catalán, éste exhibe su descollante metal y su
timbradísimo, seguro, firme registro agudo, que junto a sus cualidades canoras en el fraseo y la mezza voce, regala momentos de una profunda ensoñación musical y sensibilidad expresiva, y, lo que es más importante, llega con una óptima salud vocal al final de la ópera. Su
compañero de fatigas, el barítono Ángel Ódena como Rodrigo, debió penetrar más
en la psicología vocal de su personaje revistiéndole de mayor y más variada
matización, pero su correctísima aportación resultó muy estimable en términos
generales. Como lo fue la del bajo canadiense John Relyea, de voz profunda y
cavernosa, muy adecuada para el papel del rey, que, proveyendo de autoridad
vocal y presencia escénica a su recreación, lució sus mejores dotes expresivas
en su monólogo, en una interpretación sincera y entregada. Completaban el
reparto de voces masculinas dos muy dignos bajos: el frate de Simón Orfila y
el inquisidor invidente de Luiz Ottavio Faria.
En el apartado femenino, la princesa de Éboli de la mezzo
Ketevan
Kemoklidze mantiene su pose aristocrática y conspirativa durante toda la
función, brindando vocalmente reguladas modulaciones en la canción morisca, pero
se reserva la mejor baza de sus cartas para su momento individual de gloria
final: un O don fatale de antología,
aportando precisa expresión a cada frase, mostrándose muy cómoda tanto en el
contundente registro grave como en el impactante agudo. Por su parte, se halló en
un principio a la reina Isabel de Valois de la soprano lírica Virginia Tola con un
deje de ausencia, pero fue la suya una recreación que iba creciendo
progresivamente al irla otorgando mayor entidad dramática y personalidad vocal,
alcanzando sus mejores cotas de penetración en el personaje en la escena del
joyero y en todo el último acto.
Si bien los medios que ha destinado el Escorial para esta puesta en
escena de Don Carlo no han sido todo
lo completos y necesarios que se esperaría para una ópera de tales magnitudes, con
unos reforzados Orquesta y Coro de la
Comunidad de Madrid que no rebasan unos límites determinados,
la función consiguió salir adelante con decencia y pulcritud, gracias a la
prestancia de un maestro musical, Maximiano Valdés, que atendió con celo a las
voces cuidando las concertaciones y perfiló el discurso con diligencia y finura,
aunque el drama se tradujo en ocasiones con cierta levedad, no consiguiendo
vibrar con demasiado impacto.
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