miércoles, 5 de agosto de 2015

El "Don Carlo" de Boadella: desbaratando la leyenda negra

29/07/2015. Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial (Madrid). Don Carlo (Verdi). Director musical: Maximiano Valdés. Director de escena: Albert Boadella. Escenografía: Ricardo Sánchez Cuerda. Figurinista: Pedro Moreno. Reparto: José Bros (Don Carlo), John Relyea (Felipe II), Virginia Tola (Isabel de Valois), Ángel Ódena (Rodrigo, Marqués de Posa), Ketevan Kemoklidze (Princesa de Éboli), Simón Orfila (fraile), Luiz Ottavio Faria (inquisidor), Sonia de Munck (Tebaldo). Coro y Orquesta de la Comunidad de Madrid.

 

Se levantó el anatema en El Escorial durante tantas décadas mantenido con la ópera Don Carlo. Por fin su Teatro Auditorio, situado a escasos metros del emblemático Monasterio, saldaba la deuda con la monumental ópera de Verdi acogiendo en su no demasiado consolidado festival veraniego tres únicas representaciones de una obra que alimenta aún hoy la leyenda negra (más para unos que para otros) del monarca Felipe II respecto a la muerte de su hijo, el infante Don Carlos.

Y ahí estaba Albert Boadella, director artístico de los Teatros del Canal y consumado hombre teatral, estrenándose como director operístico para desbaratar esa leyenda negra y pretender hacer justicia a la historia de España revisitando el argumento pero según él dejando intacta la música, algo que debemos poner muy en entredicho, pues en esta su propuesta de la ópera italiana en cuatro actos, opta, como hacen algunos directores, por combinar música de las diversas versiones que posee la obra, circunstancia aquí visiblemente apreciable en el final de los actos tercero y cuarto, y suprimiendo como viene siendo habitual el acto de Fontainebleau.


Así, en esa pretendida reconciliación con nuestra historia, y abogando por una visión más exacta y verosímil a esos mismos hechos históricos, Boadella perfila un Don Carlo como nunca se había hecho hasta ahora: tullido, desequilibrado y epiléptico, en suma, el completo antihéroe. También la fidelidad entre el infante y su amigo Rodrigo, Marqués de Posa, se materializa ahora en una relación que parece ir más allá de la estrecha amistad, suscrita abiertamente en el famoso y magistral dúo del primer acto. Por otro lado, al rey Felipe se le ha pretendido atenuar su severo y autoritario semblante revistiéndole de unas inhabituales auras de humanidad y nobleza que llegan a manifestarse en su gran escena del monólogo y en la de la muerte de Rodrigo.

 

Todos sabemos que por lo general no ha sido nunca pretensión de ninguna ópera (género ficcional en sí mismo) narrar hechos reales, por muchos paralelismos y personajes históricos que puedan existir. Y en este caso, el Don Carlo de Verdi, inspirado en el drama schilleriano que alimenta con creces la leyenda de una España negra, no podía ser una excepción; ni mucho menos podía sentar cátedra histórica, cuando se ha comprobado que muchos historiadores rechazan de pleno esa teoría de la leyenda. Una leyenda que sin embargo aún pesa como una losa en muchos sectores porque al parecer, y por inverosímil que parezca para con una obra de teatro cantado, les afecta en sus propias carnes. Por tanto, esa lógica que guía a todo este montaje, tan escrupulosamente apegada a una aparente realidad histórica, provoca finalmente el inesperado suicidio del traumático protagonista privando al respetable de la sobrenatural conclusión, con lo que se certifica por parte de Boadella un absoluto desacuerdo con la dramaturgia del relato original. En suma, parece entenderse que el desequilibrio mental de Carlos (a lo se une como estímulo la consoladora voz de su abuelo el emperador desde el inframundo) desencadena su propia autodestrucción (pese a que sorprendentemente minutos antes manifiesta a Elisabetta su decidido empeño de ayudar al pueblo flamenco), y que por ello y como se dice vulgarmente, matando al perro se acaba la rabia. Todo bajo ese ánimo de justificarse ante la historia presente, desmitificando el mito mediante un mayor acercamiento a la verdad histórica.


Sería injusto no reconocer que Boadella conoce muy bien por qué terreno deambula y su propia lógica teatral le funciona. Se apoya en una sobria pero efectiva escenografía inclinada con elementos clave como la tumba del emperador Carlos V y un pertinente y vistoso decorado de época debido a Pedro Moreno, haciendo uso de una simbología y una introspección psicológica que se amolda con acierto y mucha pericia teatral a cada una de las situaciones de la ópera, como esa recreación onírica de Carlo y Elisabetta niños para evocar la escena del bosque de Fontainebleau, la lujosa escena de Éboli y las damas con la presencia pictórica de El jardín de las delicias de El Bosco y el famoso retrato de la reina atribuido a Juan Pantoja, o el ostentoso cuadro coral del auto de fe con profusión de estandartes. Exhaustiva tradición con novedosas intenciones dramatúrgicas se aúnan pues en esta visión teatral de la ópera de Verdi.

 

Dentro del equipo de colaboradores de confianza con los que ha contado Boadella, quien más óptimamente se ha ajustado a esta novedosa concepción escénica es el tenor José Bros, que ha hecho completamente suya la asunción del perfil neurótico del personaje titular, y lo que es más importante, conseguir hacer sumamente creíble esa nueva apuesta psicológica de Boadella, por lo que con ello ésta se engrandece y se convierte en todo un acierto a nivel interpretativo. En el terreno vocal, pese a no poseer el instrumento idóneo para las características dramáticas que exige el papel por la cualidad eminentemente lírica del catalán, éste exhibe su descollante metal y su timbradísimo, seguro, firme registro agudo, que junto a sus cualidades canoras en el fraseo y la mezza voce, regala momentos de una profunda ensoñación musical y sensibilidad expresiva, y, lo que es más importante, llega con una óptima salud vocal al final de la ópera. Su compañero de fatigas, el barítono Ángel Ódena como Rodrigo, debió penetrar más en la psicología vocal de su personaje revistiéndole de mayor y más variada matización, pero su correctísima aportación resultó muy estimable en términos generales. Como lo fue la del bajo canadiense John Relyea, de voz profunda y cavernosa, muy adecuada para el papel del rey, que, proveyendo de autoridad vocal y presencia escénica a su recreación, lució sus mejores dotes expresivas en su monólogo, en una interpretación sincera y entregada. Completaban el reparto de voces masculinas dos muy dignos bajos: el frate de Simón Orfila y el inquisidor invidente de Luiz Ottavio Faria.

 

En el apartado femenino, la princesa de Éboli de la mezzo Ketevan Kemoklidze mantiene su pose aristocrática y conspirativa durante toda la función, brindando vocalmente reguladas modulaciones en la canción morisca, pero se reserva la mejor baza de sus cartas para su momento individual de gloria final: un O don fatale de antología, aportando precisa expresión a cada frase, mostrándose muy cómoda tanto en el contundente registro grave como en el impactante agudo. Por su parte, se halló en un principio a la reina Isabel de Valois de la soprano lírica Virginia Tola con un deje de ausencia, pero fue la suya una recreación que iba creciendo progresivamente al irla otorgando mayor entidad dramática y personalidad vocal, alcanzando sus mejores cotas de penetración en el personaje en la escena del joyero y en todo el último acto.


Si bien los medios que ha destinado el Escorial para esta puesta en escena de Don Carlo no han sido todo lo completos y necesarios que se esperaría para una ópera de tales magnitudes, con unos reforzados Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid que no rebasan unos límites determinados, la función consiguió salir adelante con decencia y pulcritud, gracias a la prestancia de un maestro musical, Maximiano Valdés, que atendió con celo a las voces cuidando las concertaciones y perfiló el discurso con diligencia y finura, aunque el drama se tradujo en ocasiones con cierta levedad, no consiguiendo vibrar con demasiado impacto.

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