sábado, 12 de marzo de 2016

¿Wagner en desenfado?: ¡esto no es serio, señores!

Un Wagner atípico, desconocido, sorprendente y en cierta medida inédito para el gran público de hoy en día es el que nos ha presentado el coliseo de la Plaza de Oriente de Madrid en La prohibición de amar, la segunda de las óperas del alemán que en plena juventud despuntaba como un compositor alegre y desenfadado experimentando con las corrientes operísticas de su tiempo. ¿Acaso no resulta llamativo ese empleo folclórico de las sonajas y los instrumentos de percusión varios a lo largo de la animada (muy offenbachiana y suppeniana) obertura de la ópera? ¿Dónde se aprecia semejante locuacidad y desenfreno rítmico en sus óperas posteriores, sobre todo en aquellas que adoptan ya la concepción de dramas musicales? ¿Qué decir del clima festivo carnavalesco de tipo bacanal con que se inicia el primer acto, o la comedia de enredo, con travestismo incluido, en el baile de máscaras del segundo acto, que acerca la ambientación a una ópera compuesta décadas atrás, Las bodas de Fígaro de Mozart, o a otras dos que estaban aún por llegar, Rigoletto y Un ballo in maschera de Verdi? ¿Es éste el Richard Wagner serio y trascendental al que estamos todos acostumbrados? La respuesta a esta pregunta es, obviamente, un rotundo no.


Lo que primero llama la atención musicalmente hablando es la deuda que el bisoño Wagner posee con la ópera belcantista italiana (¡no podía ser de otra forma, ambientándose la obra en Palermo!), un estilismo musical del que, cual vampiro ante un crucifijo, el compositor alemán huiría y renegaría radicalmente en años posteriores considerándolo como un lastre para el ulterior desarrollo de su propio lenguaje musical típicamente alemán. La prohibición de amar (Das Liebesverbot), ópera en dos actos con libreto del propio compositor basado en la comedia Medida por medida de William Shakespeare y estrenada en Magdeburgo en una fecha tan temprana como el 29 de marzo de 1836, suena, más que Bellini, a Donizetti, en los tratamientos líricos de las voces, en los concertantes y en las cadencias utilizadas por la orquesta, si bien se percibe una retórica fuera de lo común que evidencia ciertos aires de suficiencia en el manejo de la masa orquestal y que podría considerarse como un exceso de pedantería por parte del jovenzuelo de Leipzig (basta citar el aparatoso concertante final del primer acto, que no parece acabar nunca de puro enrevesado).


Asimismo, se trasluce a las claras que el músico está buscando y experimentando, siempre con la irresistible base melódica del bel canto, intentando casar ese estilo con los tratamientos prosódicos del recitado puramente alemán, y que contrastan francamente mal con la estética rossiniana que quiere imprimir a esos toscos y bruñidos cantables en la lengua de Goethe que no consiguen la ligereza, la frescura y la naturalidad que las arias parlantes cantadas en la lengua de Dante. Parece como si usando la argamasa musical del Primo Ottocento, Wagner quisiera entretejer un lenguaje propio heredado de Weber, Meyerbeer y los operetistas alemanes que despuntaban en esa época, realizando una mezcolanza y asimilación de estilos, que, si bien le encajan en ciertas partes, en otras resulta una mixtura poco hábil y nada fluida.


Pese a ser un joven de tan sólo 23 años, donde sí se encuentra el Wagner en estado puro y en ciernes de sus siguientes obras maestras es en el dúo que mantienen Isabella y el gobernador Friedrich en el primer acto. En el personaje femenino se hallan paralelismos fuertes y evidentes en cuanto al amor puro y redentor que representa este personaje, y la posterior Elisabeth del Tannhäuser. Isabella, la monja que sale del convento para salvar a su hermano preso y condenado por la inflexibilidad autoritaria del temible gobernador, es el reflejo y anticipo de Elisabeth, la mujer santa que se sacrifica por la redención del perdido y blasfemo trovador.


En la mencionada escena, Wagner parece olvidarse de cualquier estética italianizante para dar rienda suelta a su prematuro pero ya genuino caudal expresivo en el personaje de Isabella, el de mayor definición dramática de toda esta ópera junto con el de Friedrich, un déspota gobernador que no duda en saltarse egoísta e hipócritamente para sí su propia prohibición de amar. En el dúo mantenido entre ambos, Wagner presenta cual leitmotiv el lírico y expansivo motivo de honda factura propia que ya esbozó en la obertura, y que es una especie de tema de la redención de Isabella. La elevada profundidad expresiva alcanzada por los dos personajes, especialmente Isabella, hacen de esta escena una de las más fieles a la identidad musical de su autor para con sus incipientes principios escénico-musicales de inseparabilidad del texto y la música.


Precisamente el texto elaborado por Wagner que en esta comedia en forma de ópera mira al sur de Europa (inspirado en esa fuente inagotable de inspiración literaria que en la época seguía siendo Shakespeare) posee también rasgos que, salvo lo que atañe al personaje de Isabella, delatan pecados de juventud en cuanto a un déficit de verosimilitud de lo que se está presentando en escena, cayendo a veces en lo pueril y mundano, rasgos que no se encuentran ni por asomo en sus subsiguientes óperas románticas, sustentadas bajo argumentos sólidamente fortificados por la inspiración literaria que bebía de la fuentes mitológicas.


En esta puesta de largo de la segunda ópera de Wagner para el Teatro Real de Madrid, en coproducción con la Royal Opera House de Londres y el Teatro Colón de Buenos Aires, el director de escena Kasper Holten ha optado por una recreación teatral de opereta o de musical con preponderancia de colores chillones y plataformas móviles que ha puesto el acento en la diversión, con la lujuria y el desenfreno como bastones de mando. Si bien la visión escénica es moderna y contemporánea (no hay más que ver la doble columna de proyecciones a los dos lados del escenario que nos muestran las prohibiciones del tiránico Friedrich o pantallas de teléfonos móviles con los mensajes de WhatsApp que se envían algunos personajes), el regista realiza guiños muy claros, mediante los disfraces y trajes de los personajes, a óperas posteriores de Wagner, como Tannhäuser, Lohengrin o la Tetralogía, dotando al conjunto de un irrisorio tono legendario y mitológico. A destacar igualmente que la interpretación de la obertura está acompañada por una disparatada proyección en el escenario de un famoso retrato del compositor alemán en el que se ofrecen las más locuaces gesticulaciones en su cara, ojos y boca, que pondría el grito en el cielo de los más puristas wagnerianos.


El reparto contó con variadas voces que conocían muy bien el repertorio que pisaban, pese a este experimento de juventud, de un autor continuamente programado en los escenarios operísticos de todo el mundo. Así, encontramos a dos cantantes que defendieron con auténtico ardor cada una de sus partes, como son el bajo Christopher Maltman como un libidinoso Friedrich y la soprano dramática Manuela Uhl como Isabella, llevándose esta última la mayor y más pesada carga vocal de un personaje que de puro extenso y dificultoso, desgastaría hasta la extenuación a cualquier buena dramática que se precie, y que anticipa las grandes heroínas wagnerianas. El resto de personajes cumplieron en niveles generales (el cálido timbre del tenor Peter Lohdal como Luzio, la soprano Maria Hinojosa como una pizpireta y provocativa Dorella, el barítono Ante Jerkunica como Brighella, el inflexible lugarteniente del gobernador, y sobre todo, la gran expresividad de la soprano María Miró como Mariana, la compañera de convento de Isabella y pareja abandonada por el insano Friedrich), siendo el peor de los parados el tenor Ilker Arkayürek como Claudio, el hermano condenado de Isabella, que exhibió un cúmulo de destemplanzas y desafinaciones vocales varias en su no demasiado desdeñable parte vocal, especialmente notables durante su dúo con Uhl en el comienzo del segundo acto. Muy reseñable, por otro lado, fue la aportación de nuestro tenor Francisco Vas como Pontio Pilato, el personaje que por su expresión de movimientos, que le acercan en carácter al Zsupán de El barón gitano de Johann Strauss (hijo), unido a la pintoresca y rocambolesca estética de la que ha sido dotado, destaca por su comicidad por encima del resto de secundarios “juerguistas” contrarios a la prohibición de amar del gobernador.


Para dirigir esta ópera se contó con la batuta del director musical del Teatro, Ivor Bolton, que al frente de la Orquesta Sinfónica de Madrid supo mostrar y hacer vibrar la doble idiosincrasia de una partitura que oscila entre la pizca chispeante de una opereta previenesa y, aunque episódicamente, la seriedad y hondura de un latente drama musical wagneriano.



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