Un Wagner atípico, desconocido, sorprendente y en cierta
medida inédito para el gran público de hoy en día es el que nos ha presentado
el coliseo de la Plaza de Oriente de Madrid en La prohibición de amar, la segunda de las óperas del alemán que en
plena juventud despuntaba como un compositor alegre y desenfadado
experimentando con las corrientes operísticas de su tiempo. ¿Acaso no resulta
llamativo ese empleo folclórico de las sonajas y los instrumentos de percusión
varios a lo largo de la animada (muy offenbachiana y suppeniana) obertura de la ópera? ¿Dónde se
aprecia semejante locuacidad y desenfreno rítmico en sus óperas posteriores, sobre
todo en aquellas que adoptan ya la concepción de dramas musicales? ¿Qué decir
del clima festivo carnavalesco de tipo bacanal con que se inicia el primer
acto, o la comedia de enredo, con travestismo incluido, en el baile de máscaras
del segundo acto, que acerca la ambientación a una ópera compuesta décadas atrás,
Las bodas de Fígaro de Mozart, o a
otras dos que estaban aún por llegar, Rigoletto
y Un ballo in maschera de Verdi? ¿Es
éste el Richard Wagner serio y trascendental al que estamos todos
acostumbrados? La respuesta a esta pregunta es, obviamente, un rotundo no.
Asimismo, se trasluce a las claras que el músico está buscando
y experimentando, siempre con la irresistible base melódica del bel canto, intentando
casar ese estilo con los tratamientos prosódicos del recitado puramente alemán,
y que contrastan francamente mal con la estética rossiniana que quiere imprimir
a esos toscos y bruñidos cantables en la lengua de Goethe que no consiguen
la ligereza, la frescura y la naturalidad que las arias parlantes cantadas en
la lengua de Dante. Parece como si usando la argamasa musical del Primo Ottocento, Wagner quisiera entretejer
un lenguaje propio heredado de Weber, Meyerbeer y los operetistas alemanes que
despuntaban en esa época, realizando una mezcolanza y asimilación de estilos,
que, si bien le encajan en ciertas partes, en otras resulta una mixtura poco
hábil y nada fluida.
Pese a ser un joven de tan sólo 23 años, donde sí se
encuentra el Wagner en estado puro y en ciernes de sus siguientes obras
maestras es en el dúo que mantienen Isabella y el gobernador Friedrich en el
primer acto. En el personaje femenino se hallan paralelismos fuertes y evidentes
en cuanto al amor puro y redentor que representa este personaje, y la posterior
Elisabeth del Tannhäuser. Isabella,
la monja que sale del convento para salvar a su hermano preso y condenado por la inflexibilidad autoritaria del temible gobernador, es el reflejo y anticipo de
Elisabeth, la mujer santa que se sacrifica por la redención del perdido y
blasfemo trovador.
En la mencionada escena, Wagner parece olvidarse de
cualquier estética italianizante para dar rienda suelta a su prematuro pero ya genuino
caudal expresivo en el personaje de Isabella, el de mayor definición dramática
de toda esta ópera junto con el de Friedrich, un déspota gobernador que no duda
en saltarse egoísta e hipócritamente para sí su propia prohibición de amar. En el dúo mantenido entre
ambos, Wagner presenta cual leitmotiv
el lírico y expansivo motivo de honda factura propia que ya esbozó en la
obertura, y que es una especie de tema de la redención de Isabella. La elevada
profundidad expresiva alcanzada por los dos personajes, especialmente Isabella,
hacen de esta escena una de las más fieles a la identidad musical de su autor
para con sus incipientes principios escénico-musicales de inseparabilidad del
texto y la música.
Precisamente el texto elaborado por Wagner que en esta
comedia en forma de ópera mira al sur de Europa (inspirado en esa fuente
inagotable de inspiración literaria que en la época seguía siendo Shakespeare) posee
también rasgos que, salvo lo que atañe al personaje de Isabella, delatan pecados
de juventud en cuanto a un déficit de verosimilitud de lo que se está
presentando en escena, cayendo a veces en lo pueril y mundano, rasgos que no se
encuentran ni por asomo en sus subsiguientes óperas románticas, sustentadas
bajo argumentos sólidamente fortificados por la inspiración literaria que bebía
de la fuentes mitológicas.
En esta puesta de largo de la segunda ópera de Wagner para
el Teatro Real de Madrid, en coproducción con la Royal Opera House de Londres y
el Teatro Colón de Buenos Aires, el director de escena Kasper Holten ha optado por una recreación teatral de opereta o de musical con preponderancia de colores chillones y plataformas móviles que
ha puesto el acento en la diversión, con la lujuria y el desenfreno como
bastones de mando. Si bien la visión escénica es moderna y contemporánea (no
hay más que ver la doble columna de proyecciones a los dos lados del escenario que
nos muestran las prohibiciones del tiránico Friedrich o pantallas de teléfonos
móviles con los mensajes de WhatsApp que se envían algunos personajes), el
regista realiza guiños muy claros, mediante los disfraces y trajes de los
personajes, a óperas posteriores de Wagner, como Tannhäuser, Lohengrin o
la Tetralogía, dotando al conjunto de un irrisorio tono legendario y mitológico. A destacar igualmente que la interpretación de la obertura está acompañada por una disparatada proyección en el escenario de un famoso retrato del compositor alemán en el que se ofrecen las más locuaces gesticulaciones en su cara, ojos y boca, que pondría el grito en el cielo de los más puristas wagnerianos.
Para dirigir esta ópera se contó con la batuta del director
musical del Teatro, Ivor Bolton, que
al frente de la Orquesta Sinfónica de Madrid supo mostrar y hacer vibrar la
doble idiosincrasia de una partitura que oscila entre la pizca chispeante de
una opereta previenesa y, aunque episódicamente, la seriedad y hondura de un latente
drama musical wagneriano.
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