La acústica de una iglesia puede resultar más o menos afortunada a la hora de programar un concierto de música clásica dentro de un recinto sagrado. Las reverberaciones que el sonido produce expansionándose por todas las paredes, bóvedas y capillas de una gran basílica o catedral puede engrandecer la ya de por sí sonora autoridad de los acordes de un órgano, favorecer la belleza del sonido en las voces de un pequeño coro y no perturbar demasiado la homogeneidad de un conjunto de cámara. El problema se halla cuando se introduce una gran orquesta sinfónica y un coro juntos en el interior de un templo. Convertir una iglesia en una sala de conciertos al modo de un auditorio puede resultar, cuando menos, arriesgado. Y ese gran riesgo se ha asumido por parte de la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid al decidir actuar en la esplendorosa Real Basílica de San Francisco el Grande del barrio de Palacio de la capital madrileña, dentro del ciclo Clásicos en Verano, una propuesta singular y novedosa, la de incluir orquesta y coro en un marco eclesial, que no recordamos que se hubiera producido en años anteriores en este festival veraniego.
Y es que la obra elegida para este concierto gratuito (en el que se demostraba una vez más el muy acusado defecto de la población española de reservar por cualquier medio para sus ausentes familiares o amigos el espacio de los bancos para evitar ser ocupados por nuevas personas que accedían más tarde al templo), la espectacular y escasamente programada en España Sinfonía número 2 (en realidad la 5ª en orden de composición) en si bemol mayor, opus 52, Lobgesang ("Canto de alabanza"), de Felix Mendelssohn, se ha visto desfavorecida en cierta medida por las particulares condiciones acústicas de la Real Basílica madrileña, en definitiva un grandioso templo con un prominente eco.
Toda la primera media hora, netamente sinfónica, que conforma este híbrido entre sinfonía y cantata que sigue la estela inaugurada por Beethoven en su Novena Sinfonía, Coral, al introducir la voz humana en la última parte de una sinfonía, se caracterizó en parte por el imperio de la cacofonía, especialmente durante el vivaz y solemne primer movimiento, que contiene la melodía del coral luterano utilizado por Mendelssohn y que abre la sinfonía en los trombones. El eco y las ondas sonoras de los acordes en dinámicas forte con instrumentación apoyada en el metal generaba en el recinto sagrado una suerte de solapamiento sonoro continuo con los subsiguientes grupos de acordes que tienen dinámicas más bajas en cuerdas o maderas, con lo que el dibujo general de la línea discursiva era algo dificultoso de seguir, si bien las dinámicas piano aportaban algo de tregua a ese abanico de cacofonías, por lo que tanto la encantadora barcarola del inmediato Allegretto como el Adagio religioso, llevada aquélla por la refinada y equilibrada batuta de Víctor Pablo Pérez con irresistible aire danzable y éste con sumo lirismo y refinamiento en la sección de cuerdas, fueron escuchados ambos con un mayor grado de nitidez en la línea.
La vigorosa entrada del coro anuló en parte ese incómodo efecto acústico de solapamiento continuo de planos sonoros entre el forte y el piano, pues las voces del Coro de la Comunidad de Madrid preparadas por Jordi Casas Bayer sonaron adecuadamente imbricadas, empastadas y nítidas entre secciones, y la acústica general ayudó a crear una especial sensación de solemnidad en el vibrante componente coral, algo que quedó acrecentado con la aportación de la soprano principal, en este caso Sandra Cotarelo, colocada en uno de los púlpitos de la basílica, cuyo cristalino y transparente timbre en las inflexiones que el compositor alemán destina para su memorable parte, jugó un importante papel a la hora de transmitir una vivificante y sincera emoción musical, aportando ternura y recogimiento a las bellas melodías mendelssohnianas. Correctas y contrastantes fueron las frases en canon de la voz más grave de la soprano Victoria Marchante en su armonioso dúo con Cotarelo.
Por su parte, el tenor Karim Farhan, en el púlpito enfrentado al de sus compañeras, pese a una leve tendencia a la inestabilidad en la afinación, destinó bellas medias voces y aliento teatral en su dramático monólogo "Stricke des Todeshattenunsumfangen" (“Las cadenas de la muerte nos rodean”), que bebe mucho del clima exasperante y brumoso de la ópera romántica Der Freischütz de Weber, y que precede al jubiloso estallido del coro ("Die Nachtistvergangen": “La noche ha terminado”), erigida como una de las más excelsas fugas que compuso Mendelssohn en toda su producción vocal.
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