Aunque el fragor de la violenta tempestad inicial está bien planteado a nivel escénico a través de un electrizante juego de destellos lumínicos y sombras tenebrosas, los momentos de sumo intimismo, que aunque parezca imposible, esta ópera también los contiene, se tratan inadecuadamente y sin miramiento alguno, como es el caso del dúo final del primer acto, donde, por más que la claridad de la poca luz utilizada procure hacer algo por la felicidad y el éxtasis de los dos amantes, el clima amoroso se ve atenuado ante tanta sobriedad y tristeza circundante. Otros detalles escénicos denotan una visión "de autor" de Alden respecto a las acotaciones del libreto de Boito, como es el hecho de suscribir un pacto diabólico de sangre entre Iago y Otello en el dúo final del segundo acto (como lo es el de Siegfried y Hagen en El ocaso de los dioses de Wagner), la absurda caracterización aristócrata de Roderigo, bastón en mano, la nula reacción de socorro de Emilia hacia su ama al verla agonizar, y la misma actitud pasiva, estática, de Lodovico, Cassio y Montano (y del propio Iago, que no huye al ser descubierta su fechoría) al ver autoherirse mortalmente a Otello, que por otro lado no se apuñala de la manera acostumbrada que todos tenemos en mente, contemplado de lejos por un sentado e impasible Iago. Otro detalle es que el cuadro de la Madonna no está presente en la escena de la oración mariana, que es cuando más pertinente se hace su presencia, sino que es Otello quien se sujeta a ese retrato en el comienzo del acto tercero, utilizándolo como arma en su furor contra su esposa y como diana por Iago y Cassio en el juego de dardos que practican ambos durante el tragicómico terceto con Otello del tercer acto.
"Ecco la fine del mio cammin... Oh! Gloria! Otello fu", exclama en su monólogo final un Otello acabado, que ha tocado fondo y que se ha dejado arrastrar al abismo mortal por el insidioso fantasma de los celos. ¿Quizá el director de escena pretende mostrar en todo lo que rodea al guerrero su grandeza venida a menos y su decadencia interna, agravada por ese clima viciado y emponzoñado que va hilando, cual telaraña, su dañino alférez Iago para hundirle y acabar definitivamente con él? Quizá sea esta su idea, pero se antoja muy pobre a nivel escénico.
Al margen de todo ello, la naturaleza no racial del protagonista en esta producción se pone en interrelación con las dudas iniciales de conferirle esa identidad por parte de Verdi y Boito, mientras bromeaban jocosamente al referirse a su proyecto común como "preparando el chocolate", algo que si bien puede entenderse como universalizar racialmente el personaje del "moro de Venecia", o incluso un guiño al proceso creativo de reconversión operística de la tragedia shakesperiana, no comulga con la tradición otorgada a esta obra desde la concepción final de la misma por sus autores.
El segundo reparto de esta producción alcanza un nivel francamente alto, con la aportación del tenor surcoreano Joseph Kim en el papel titular, que por su misma nacionalidad le da un novedoso matiz orientalizante. Kim construye satisfactoriamente un personaje enajenado y exasperado, convulso y crispado, con un nivel vocal en plenitud, por medio de unas facultades canoras que, aunque tienden continuamente a dinámicas en forte y actitudes vocales estentóreas y toscas, se amoldan plenamente a la tesitura requerida, con ese idóneo matiz oscuro de lírico-spinto (pese a no estar sobrado de graves) y con mucha soltura en el omnipresente registro agudo del esforzadísimo papel de Otello. Su aparición en escena, con el vibrante "Esultate", fue emitido con firmeza, robustez y sin ninguna vacilación en la voz, y sus sucesivos arrebatos vocales a lo largo de los actos dan muestras de una absoluta penetración en el personaje, llegando al acto cuarto sin síntomas visibles de ningún agotamiento. Aunque menos dado al lirismo puro, Kim ofrece momentos íntimos y de emoción en el registro medio, muy bien cantados, en el dúo de amor y el "Niun mi tema" final, que junto al "Dio mi potevi scagliar" y el final del tenso acto tercero, es quizá de lo mejor y más escalofriante de su intervención.
El barítono Ángel Ódena como Iago, papel que ha interpretado en más de una ocasión, diseña un personaje oscuro y sibilino aunque sin bajar del todo a los mismos abismos de la vileza y la maledicencia, si bien regala un soberbio brindis del primer acto y un muy elocuente y teatral "Credo" satánico del segundo, procurando subrayar la psicología del dañino alférez por medio de medias voces en su cuasi declamado continuo, cosa que hace idóneamente en el raconto que le dirige a Otello en el segundo acto. Aunque le falte ahondar y bajar un escalón más en la incisividad de la frase para resultar aún más malvado, se percibe que el catalán es un cantante pleno, que exhibe siempre una firme seguridad y proyección vocal y que no se arredra ante los volúmenes orquestales, característica que comparte con Kim.
La Desdemona de la soprano Lianna Haroutounian destaca por su delicado lirismo y su pureza de canto. Una de las características que posee este frágil y enamorado personaje es que, como deseaba Verdi, y al contrario que Iago y Otello, no cesase nunca de cantar, y eso es precisamente lo que la armenia aporta a su papel, puro canto y lirismo en esencia. La cantante, de gran facilidad para el agudo, un tanto menor para allanar el grave y cuyo timbre no posee una genuina cualidad pero que maneja con grata soltura, sabe adaptarse al dramatismo que se le va exigiendo gradualmente a su papel, llevándonos hasta las mayores cotas de expresión, que consigue alcanzar sin fisuras en su dúo con Otello del tercer acto y la escena de su muerte, además de unas muy introspectivas, aunque no desgarradoras, canción del sauce y Ave Maria. Particularmente apropiada la extroversión del Cassio debutante del tenor lírico Xavier Moreno y muy estimables se aprecian las intervenciones de los comprimarios (todos españoles). Es más que sobresaliente cómo se maneja el Coro Titular del Teatro Real en esas memorables melodías netamente verdianas que se le destina en el primer y segundo actos, en este caso junto a la correcta iniciativa canora de los Pequeños Cantores de la Comunidad de Madrid, que, de forma un tanto desafortunada, se ha decidido que aquí suenen fuera de escena cantando esa grácil serenata a ritmo de mandolina.
Renato Palumbo plantea una dirección musical precisa pero irregular en cuanto a la elección de velocidades, atenta a detalles instrumentales que perfila con oscuridad, con nítidos y cálidos viento madera y una aguerrida sección de vientos y cuerdas graves, aunque en ocasiones el vigor orquestal oculta el canto sobre el escenario, si bien realiza un admirable trabajo de concertación, especialmente complejo en los concertantes, de coordinada estructuración, de los actos segundo y tercero, de los más enrevesados que compuso Verdi, por la variedad de planos vocales empleados y por su misma utilización para hacer avanzar la acción, no como simples y tradicionales momentos estáticos de expresión de sentimientos.
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