Y es que, Las golondrinas, por su misma sustancia musical de innegable aspiración operística, y más concretamente, de cierto verismo españolista, era el nuevo sendero por el que los ideales de la anterior generación musical de Chapí y Bretón podrían abrirse cauce. Pocos compositores del momento podían poseer la maestría en el complejo campo de la orquestación, la densidad y audacia armónicas o la sabia distribución y manejo de las ideas musicales como el donostiarra Usandizaga, que adquiere durante su formación en la escuela de composición francesa de Vincent D'Indy, y de la que es claro ejemplo esta zarzuela, unido al perfecto conocimiento de las corrientes y los lenguajes musicales de su tiempo, que sabe articular en su obra en un variado cóctel aderezado por un lenguaje siempre personal y que continuamente aporta expresión al drama.
Precisamente, porque la obra original apuntaba maneras operísticas, los ambiciosos mimbres que la primigenia zarzuela anunciaba, son aprovechados, fallecido ya José María, por su hermano Ramón, el cual musicaliza todas las partes habladas y reconvierte la obra en ópera, estrenándola en el Liceo barcelonés en 1929. Esta es la versión que ha ofrecido el coliseo de la calle Jovellanos, sin explicitarlo al público más que en un breve apunte del programa de mano y no sin manifestar cierto complejo por reivindicar la versión original de su autor. Decimos esto porque parece que en este caso pudieran existir reservas sobre la obra en su concepción original, y que, de cara a la voluntad de internacionalización de nuestro género en criterios de igualdad con la ópera, resultase mucho más elevado (y llamativo) presentar la versión operística, con destino a un público mucho más instruido, y, en definitiva, dejando entrever un pueril reparo hacia la versión zarzuela. Excepto a lo que atañe al interesantísimo discurrir musical, preñado de motivos conductores y de armonías de profundo calado, escuchando las partes vocales instrumentadas por Ramón Usandizaga se puede dar uno perfecta cuenta de que la métrica del texto en relación con la música no es el mejor de los logros del hermano, aunque esta versión operística posea un registro de absoluta referencia de los años 50 protagonizado por grandes personalidades de la lírica de la época, como la soprano Pilar Lorengar, la mezzo Ana María Iriarte y el bajo Raimundo Torres bajo la dirección de la batuta experta de Ataúlfo Argenta.
Pese a todo lo anterior, el Teatro de la Zarzuela consigue no decepcionar en esta apertura de temporada, en la que ha contado con la veteranía del regista Giancarlo del Mónaco, debutante no obstante en este coliseo lírico, y donde ha revestido su funcional, y no menos creativa concepción escénica del drama, del universo clown de principios de siglo XX y de un toque tenebrista en el terreno cromático, que, visualmente, se inclina por los tonos grisáceos, al menos en el primer y tercer actos, como trasluciendo exteriormente el aspecto amargo y descarnado de la historia circense, por otro lado, de un parecido lejano con la de la ópera I pagliacci de Leoncavallo.
Aunque el mundo del circo traspira por todos los poros de esta puesta en escena de fuerte espíritu coreográfico, aunque distrayente en ocasiones, la caracterización psicológica del triángulo amoroso formado por el payaso Puck, Lina y Cecilia es muy desigual, siendo la del primero expuesta a través de una carga patológicamente psicópata y hasta terrorífica de la que no se exponen claramente las motivaciones. Lina, personificación del amor sincero y paciente, que sufre en silencio los arrebatos amorosos de su idolatrado Puck hacia Cecilia, posee el peso que merece como carácter opuesto al orgulloso y altivo de Cecilia. Sin duda, lo mejor del montaje se destina para el segundo acto, donde la genial pantomima, -genuina pieza sinfónica en la que se condensa la mayor inspiración de Usandizaga en el manejo de los recursos armónicos y melódicos, y donde manifiesta su deuda con César Franck y los maestros franceses-, brilla con luz propia en una imaginativa filigrana escénica, en la que se impone un enorme colorido y luminosidad para representar la commedia dell'arte. Por otro lado, tras el aterrador raconto "Se reía" del protagonista masculino, del Mónaco destina para el desenlace trágico un ambiguo e inesperado acontecimiento que se puede interpretar de múltiples maneras.
Se ha dicho que los dos repartos presentados eran igual de estupendos y recomendables. Aun así, en el segundo, al que acudió el que escribe estas líneas, se encontraban irregulares aportaciones en el trío protagonista. La soprano canaria Raquel Lojendio compone con satisfacción y aparente facilidad un personaje cándido y abnegado, y muestra un rotundo carácter al enfrentarse a Cecilia en el tercer acto, afrontando con frescura vocal y plenitud de agudos el papel que más parte posee con diferencia, si bien su voz de gran maleabilidad se antoja en ocasiones demasiado ligera para el fuerte lirismo que exige la orquestación de Usandizaga. El barítono José Antonio López recrea un Puck tremebundo, deshumanizado y de gran hondura dramática en el plano escénico, con una voz que apoya únicamente en la emisión forte y en la potencia del volumen. Aunque convincente en sí mismo, exhibe una acusada rusticidad en el canto, y no aporta apenas refinamiento a sus escasos momentos de lirismo. Tristemente, la mezzosoprano Ana Ibarra como la libertina Cecilia no logra convencer en su personaje más que en lo escénico. Su deslucida interpretación se apoya en un instrumento profuso en graves pero de emisión calante y exageradamente engolada. El complemento cómico del Juanito de Jorge Rodríguez-Norton cumple con rigor vocal y sobre todo visual en la tierna recreación "charlotiana" que se le ha asignado, mientras que el Roberto del bajo Felipe Bou se resiente por su mero desinterés musical. El coro brilla en sus vistosos momentos del primer y segundo actos, si bien se suprime inexplicablemente la melodía, -escrita- de la canción popular "Quisiera ser tan alta" en el muy "zarzuelístico" coro del primer acto, "Noche clara de San Juan". ¿Complejos hacia lo meramente popular? Quién sabe.
Se evidencia que el titular musical del teatro, Óliver Díaz, se ha estudiado con sumo detalle la partitura del donostiarra, e impone una lectura descarnada, de nervio y urgencia, pero también de poética musicalidad, en la que luce la densidad orquestal, procurando hacer correr con facilidad el canto de las voces. En definitiva, ha sido este un ambicioso comienzo de temporada que llega a buen término, pero que acusa ciertos complejos hacia lo netamente zarzuelístico.
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