Eso es, ni más ni menos, lo que le ha sucedido al venezolano Gustavo Dudamel, al convertirse en el director más joven de la historia en ponerse al frente del tradicional concierto de valses y polcas con el que comienza el año. Y es que, a la joven batuta de 35 años (cuya fulgurante carrera musical le lleva a dirigir en estos momentos la Orquesta Filarmónica de los Ángeles y ser el abanderado del proyecto de educación musical fundado por José Antonio Abreu en 1975 en su maltrecho país, conocido como El Sistema, cuya Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, de la que Dudamel es su director artístico, es su producto más acabado), se le ha achacado la inexperiencia, la inmadurez y el no adecuarse a la tradición estilística a la hora de saber traducir este repertorio tan asentado en el rancio abolengo vienés, la capital austriaca cuyo ritmo asociado al omnipresente vals fue majestuosamente vertebrado en el creativo documental, de factura exquisita, de Robert Neumüller, que se retransmitió durante el intermedio del concierto.
Ha habido críticas realmente duras a sus maneras y formas de dirigir, a las que se ha tildado de rayanas en la sosería y el amaneramiento, y tan alejadas del brío y la pujanza con los que el maestro venezolano acostumbra obsequiar en sus interpretaciones de otros repertorios sinfónicos, y que le erigen en uno de los directores más relevantes del panorama musical actual.
Si bien esa horda de comentarios pueden contener su parte de verdad, también es cierto que no debemos adoptar una postura enteramente crítica hacia la participación de Dudamel en su primer Concierto de Año Nuevo, pues pecaríamos de demasiada injusticia. Podemos compartir en efecto la opinión de que el venezolano (que por un lado hizo gala de su loable memoria fotográfica al dirigir todo el concierto sin partitura), no demostró el apasionamiento, la energía y el énfasis que acostumbra, pues se mostró bastante comedido y con cierto aire de abandono a lo largo del concierto, con unas primeras lecturas discretas (como la Marcha Nechledil, de la opereta Mujeres vienesas de Franz Lehar, o las polcas "Solo hay una ciudad imperial, solo hay una Viena", de Johann hijo y "Alegría del invierno", de Josef) y escasamente entusiastas, ayunas de finura y sobre todo de rubateo (el cual faltó bastante en todo el concierto, para qué negarlo), de un programa que, al contrario de lo que han observado otros críticos, no ha sido ni por asomo conservador, pues, con la evidente primacía de obras de Johann Strauss (hijo), se ofrecían hasta siete nuevas piezas que no se habían presentado nunca en toda la historia del Concierto de Año Nuevo, como el distinguido vals Los Patinadores, de Emile Waldteufel, o la trepidante obertura de la opereta La dama de picas de Franz von Suppé, con la que comenzó la segunda parte, unas obras con las que, especialmente la segunda, consiguió acentuar más el catálogo de matices, contrastes dinámicos y el sentido del ritmo.
Siempre se agradece que un director sonría cada primero de año en la Musikverein de Viena, y eso mismo hacía Dudamel continuamente, pues procuraba irradiar entusiasmo y alegría a sus lecturas (como ese detalle simpático que tuvo de soplar el ruiseñor al finalizar la subyugadora polca lenta de Josef Strauss, "La chica de Nasswald", tan preñada de encantadores solos), pero siempre desde una postura un tanto tímida y reservada, escasamente dispuesta, y alejada del exhibicionismo directorial, como si la enorme responsabilidad que suponía conducir tal concierto le inhibiera a soltarse, a desmelenarse mucho más y, en suma, a demostrar un mayor grado de implicación, sobre todo con la orquesta, una formación cuya misma perfección técnica la lleva a funcionar por sí sola, pero que con Gustavo Dudamel acusó un menor grado de complicidad y entendimiento que con otros directores.
Quizá el punto de inflexión en el que Dudamel comenzó a despuntar, interpretativamente hablando, fue en su luminosa versión del desconocido pero magistral vals "La llamada infernal de Mefisto", de Johann hijo, uno de los más dramáticos de toda su producción, una pieza revestida de seriedad y claroscuros que el director consiguió diseccionar. Las evanescentes voces del Coro Singverein de Viena (legendaria agrupación fundada en 1812 que llegó a ser dirigida por maestros como Salieri y Brahms y que Karajan llegó a consolidar en el siglo XX) realizaron su aparición estelar en "La salida de la luna", perteneciente a la opereta Las alegres comadres de Windsor, de Otto Nicolai, fundador de la orquesta vienesa, una participación que, tristemente, sólo se limitó a esta etérea página. Como es habitual, el cuerpo de baile del Ballet Estatal de Viena que dirige Renato Zanella tuvo sus momentos de lucimiento, este año en sólo dos páginas: primero en el bello vals "El tesorero" de Carl Ziehrer (otro desconocido en esto de componer en tres por cuatro), y luego en la polca rápida "¡A bailar!" de Johann, cuyos bailarines aparecieron en la propia Sala Dorada, desarrollando su simpática y persecutoria coreografía a ojos de los propios espectadores, como lo hiciera de manera muy diferente la española Lucía Lacarra por primera vez en el Concierto de Año Nuevo de 2007.
Gratas imágenes de los caballos de raza de la escuela española de equitación sirvieron para acompañar a la música, en este caso al vals de curioso título, "Los extravagantes", de Johann hijo. En el apartado de bises, Dudamel obsequió en primer lugar al respetable (entre el que se encontraba su pareja, la mediática actriz española María Valverde, enfocada un tanto reiteradamente por la realización de Michael Beyer, y que ha hecho las delicias de la prensa del corazón de nuestro país), con la polca rápida "Con mucho gusto", del benjamín de la familia Strauss, Eduard, tan alejado del terreno de la genialidad asociada a sus dos hermanos mayores. El concierto finalizó oficialmente con el vals de "Las mil y una noches" de la primera opereta de Johann, Indigo y los 40 ladrones, y con la polca "Tic tac", lo que demostró una vez más que a Dudamel le iban mejor los tempi de las polcas rápidas que las dinámicas más sofisticadas de los valses.
De las dos propinas obligadas, y tras una felicitación de año nuevo en la que Dudamel tuvo un pequeño traspiés con el alemán, reiterando el nombre de la agrupación vienesa (un árbol caído del que injustamente han hecho leña algunos medios), el Bello Danubio Azul resultó correcto en su ejecución pero de escasa emoción en ciertos pasajes, algo de lo que se ocupó de conseguir la siempre vitalista Marcha Radetzsky conclusiva, en la que el venezolano dirigió las palmas al público con un estilo propio, muy técnico.
Dirigir un Concierto de Año Nuevo en Viena no es baladí, ningún juego de niños. Impone al más ducho. Muchos lo consideran exageradamente casi como un bautismo de sangre. Dudamel lo afrontó, con un acercamiento discreto y sencillo, sin llegar a entusiasmar, pero sí a brindar unas interpretaciones dignas de un maestro de enorme valía, capacidad y potencial, que en su prometedora carrera aún tiene mucho que aportar y deparar al mundo de la dirección musical, y por ende, al disfrute de los amantes del bello arte de los sonidos. Feliz 2017.
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