El Teatro Real de Madrid recupera 20 años después la por muchos recordada producción de Aida de Giuseppe Verdi que firmara Hugo de Ana en esos primeros años de la reapertura como coliseo operístico. El director de escena, escenógrafo y figurinista ha retocado para esta ocasión una puesta en escena que, no obstante, continúa definiéndose por lo aparatoso y lo fastuoso, signos de identidad que en ocasiones se recrean en un mero estatismo de las grandes escenas de masas, como la del acto segundo, presidida por unas enormes gradas de una factura sumamente detallada.
Lo cierto es que la grandilocuencia escénica es consustancial a una ópera como Aida, aunque igualmente existen aquellos otros momentos más íntimos que en esta producción se ven un tanto lastrados por el componente visual, con el casi continuo aderezo, pese a su belleza y elaboración, de diversas proyecciones en una pantalla translúcida delante del escenario con motivos en movimiento de elementos arquitectónicos egipcios. Esa imagen acartonada, que abunda quizá en el estereotipo tan extendido de lo que nos ha llegado acerca de una civilización como el Antiguo Egipto, invade a la coreografía de los ballets magistralmente insertados en la partitura de Verdi. En base a ello, se explota en demasía el juego con cintas, como en la escena del templo de Vulcano por parte de los figurantes que, mediante lentas evoluciones de cierta previsibilidad y simpleza, dan vida a momias. La coreografía de Leda Lojodice vuelve a utilizar este recurso coreográfico con cintas de otros colores en los actos segundo y cuarto para describir el conflicto y la tensión dialéctica entre personajes (Amneris-Aida, Radamés-Amneris).
Al margen de las peculiaridades escénicas, que no obstaculizan el fluir de la acción, el reparto vocal en la función que hemos presenciado integraba a todos los cantantes del primer reparto excepto los que dan vida a Amneris y Amonasro, pertenecientes al segundo. Digno es comenzar por el rol de la hija del faraón por haber sido de lo mejor de la función. La mezzosoprano rusa Ekaterina Semenchuk seduce por su gran capacidad de magnetismo en escena y su enorme talla de artista, con una voz potente y de gran volumen que maneja de forma sobresaliente en base a las exigencias dramáticas. Los sólidos agudos están siempre en su sitio, y lo que llama poderosamente la atención es su impactante registro grave, sonoro, de penetrante incisividad, y el magistral uso que hace de él la permite explorar el riquísimo espectro emocional en su gran escena del acto cuarto, donde dio lo mejor de sí, entregándose de manera grandiosa como también lo hizo previamente en el vis a vis con Aida del segundo.
La esclava etíope de la soprano ucraniana Liudmyla Monastyrska posee igualmente un instrumento de gran amplitud y volumen que administra de una forma desigual. No demasiado lucidos fueron sus dos momentos en solitario, con un "Ritorna vincitor" muy gritado y de vibrato acusado y un "O patria mia", por contra, de una levedad canora insólita hasta ese momento, y que estableció su ulterior tendencia a un canto mucho más profuso de filados. Fue más convincente demostrando raza en su escena con Amneris del acto segundo, y sobre todo brilló de forma espectacular en sus dos dúos del acto tercero, con Amonasro y Radamés. Fue audible siempre en los concertantes, elevando su voz y compitiendo con la de Semenchuk por encima de la masa coral.
En el apartado masculino, el amante de Aida fue encarnado por el tenor estadounidense Gregory Kunde, que, a pesar de su edad, sigue demostrando que aún tiene mucho que decir en este arriesgado personaje. Cierto es que la voz suena en ocasiones destemplada, algo fatigada y con un timbre que ha perdido el brillo y el esmalte de antaño, pero es de justicia reconocer la indiscutible talla de artista que el cantante posee y que es capaz de llevar a buen término el dificultoso rol de Radamés. Como muestra, el dramatismo que imprimió al acto tercero, sin despeinarse vocalmente ni un ápice. La prestación del Amonasro del barítono George Gagnidze destaca por su canto timbrado y elegante que se pudo disfrutar más en el acto tercero que en sus breves intervenciones del segundo, donde su color lució poco. Correcto el Ramfis del barítono Roberto Tagliavini (de caracterización cercana a Lord Voldemort), un tanto escaso de graves, y muy sólidas las intervenciones del joven bajo Soloman Howard como un Rey de voz sonora y profunda. Estupendos tanto el mensajero del tenor Fabián Lara, que bordó literalmente sus dos frases, y la sacerdotisa fuera de escena de Sandra Pastrana.
En una ópera coral por antonomasia como Aida, el coro es por supuesto un papel más, y las voces del Coro Titular del Teatro Real suenan empastadas y compactas en su gran escena de la marcha triunfal, bien concertada bajo la batuta del maestro Nicola Luisotti, de gesto claro y preciso, que optó por unos tempi correctos y muy equilibrados, aportando el nervio y el impulso requerido al dramatismo verdiano, el efectismo oportuno y mensurando las dinámicas en aquellos momentos de una mayor fragancia oriental.
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