El ángel de fuego de Sergei Prokofiev es una más de esas óperas sórdidas que atraviesan el siglo XX y que muestran los instintos y pasiones más básicas del ser humano. Se la puede comparar con otra compañera soviética, la visceral y escabrosa Lady Macbeth del distrito de Mtsensk (1934) de su colega Shostakovich. Al contrario que ésta, que pudo presenciarla muy a su pesar el mismísimo Stalin, El ángel de fuego, cuya delicada temática tampoco iba a ser del agrado del ideario comunista, no vio su estreno hasta un año después de la muerte del compositor, en la Fenice de Venecia en 1954. La desconocida obra teatral que más quebraderos de cabeza provocó a su autor, volviendo a ella una y otra vez a lo largo del tiempo, y resultando en un sinfín de revisiones desde que la novela homónima de Valeri Briúsov atrapó la atención del músico de Sóntsovka en 1919, durante su exilio neoyorquino, ha llegado en estreno mundial al Teatro Real de Madrid en una inquietante revisión escénica de Calixto Bieito. Es curioso, porque El ángel de fuego remite a otras dos óperas dodecafónicas alemanas de muy diferentes épocas como son el Wozzeck (1925) de Alban Berg o Die Soldaten (1965) de Bernd Alois Zimmerman, títulos en los que el regista burgalés ha dejado su particular impronta en este mismo coliseo, siempre mediante esa concepción claustrofóbica de un edificio en forma de cubo, cuyas estancias albergan personajes contemporáneos de muy diversa índole, gran parte de ellos con malsanas y retorcidas intenciones.
Hay que reconocer que, pese a la práctica recurrente, la concepción le vuelve aquí a funcionar bastante bien a Bieito, pues la sofocante y expresionista narrativa musical de Prokofiev, con transiciones orquestales de carácter cinematográfico en esa obsesiva búsqueda por parte de Renata del conde Heinrich con la ayuda de Ruprecht, se ve reflejada a nivel escénico con el movimiento circular de la estructura diseñada por Rebecca Ringst, exhibiendo sus oscuros interiores, entre ellos, un quirófano donde el episódico personaje de Agrippa von Nettesheim se prepara para practicar un aborto. Se consigue resaltar en toda la puesta en escena con gusto por lo pop, el componente psicológico y el mundo interior de los fantasmas de la atormentada protagonista, con un uso muy medido de las proyecciones de su cambiante y expresivo rostro.
Bieito parece plasmar el complejo de Elektra de Renata respecto a Heinrich, personificación del ángel Madiel, su amor platónico capaz de generar pulsiones sexuales en la joven, un personaje mudo retratado en este caso como la figura de un padre anciano y libidinoso del que se nos sugiere sutilmente que es propenso a la pedofilia -con influencia casi diabólica sobre ella-, una circunstancia que resulta más que evidente cuando aparece sentado en una de las habitaciones superiores, con decoración y objetos infantiles. Esa inocencia infantil queda reflejada en la bicicleta cuyas ruedas Renata hace girar compulsivamente en el comienzo de la representación, con un incómodo silencio antes de que estalle la riña entre Ruprecht y la posadera. Elemento crucial ese vehículo de dos ruedas que arderá en el paroxismo e histeria colectiva que envuelve a los personajes en esa especie de auto de fe a la protagonista, con el Inquisidor del siglo XXI y esas señoritas que han pasado de ser monjas a estridentes chiquillas sacadas de un patio de recreo.
Ha sido sensacional asistir a la carga de tensión acumulada durante toda la función por parte de la pareja protagonista en el primer reparto presentado, con una Ausrine Stundyte que borda un rol aristado e inmisericorde por su dificultad y extensión, sin mostrar ni un ápice de tibieza y con un control absoluto de cada matiz expresivo, desde los momentos más declamados hasta la explosión de enajenamiento, sin hacer nunca un retrato caricaturesco, superficial o histérico, sino un acercamiento psicológicamente profundo, cálido y pasional de una mujer obsesiva y miedosa a la vez, como comprobamos en su monólogo del primer acto, quizá sus frases más "gratas" en el terreno melódico que le destina Prokofiev en toda la ópera. Igual de efectivo a nivel dramático fue el Ruprecht del barítono Leigh Melrose, de canto descarnado, con un punto de agresividad, amoldándose en todo instante al de la soprano lituana.
Del resto de integrantes hay que destacar al tenor Dmitry Golovnin en su muy convincente personificación del Mefistófeles del siglo XXI y su breve parte de Agrippa, y la seca y cortante actitud vocal de la mezzo Agnieszka Rehlis en su doble papel de vidente y madre superiora. La galería de personajes la completa el monocorde Inquisidor del bajo Mika Kares. Al espléndido rendimiento de la Orquesta Sinfónica de Madrid bajo la electrizante batuta de Rubén Gimeno a la hora de convocar todo el clima opresivo, seco y cortante de la partitura, -a veces con arrebatadora presencia frente a los cantantes- justo es señalar el hipnótico trabajo obtenido por el Coro Titular del Teatro dirigido por Andrés Máspero en el pandemónium final, escalofriante concertado al que se unen como novicias las siempre muy teatrales Estibaliz Martyn y Anna Gomà. Una agonía retardada por Prokofiev que conduce a la condenación eterna a la víctima con la que es imposible no compadecerse en ese nudo en la garganta que se le queda al espectador tras la tortura cacofónica final.
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