Al margen de la ópera, la invención de los directores de escena parece no tener límites ni cortapisas a la hora de tocar y modificar libretos de obras líricas españolas. No es que se conformen con eliminar y podar, como hacen algunos registas en muchas zarzuelas, sino que con la excusa de hacerlas actuales para que lleguen a un público más joven, se encargan de crear nuevas historias a partir de las obras originales. Eso mismo es lo que ha pasado en el Teatro de la Zarzuela con The Magic Opal, una opereta inglesa en dos actos con música de nuestro Isaac Albéniz que posee ya de por sí un argumento fantástico e inverosímil que sirve a una ligera e inspirada partitura de tintes franceses y un españolismo orientalizante.
El señor Paco Azorín, absoluto especialista en sacar de contexto cualquier título escénico que toca, como ya hizo con esa infausta Maruxa de Amadeo Vives que ambientó en plena dictadura franquista con el hundimiento del Urquiola como trasfondo, se ha aprovechado del texto -ya de por sí imposible hoy en día- elaborado por el escritor Arthur Law para inventarse su propia historia contemporánea de jóvenes víctimas de un juego del amor a modo de concurso de telerrealidad tipo Gran Hermano o La casa fuerte. La trama se desarrolla así enfrentando a los ciudadanos frente a los bandidos, con el arbitraje de Eros XXI (Fernando Albizu) que mediante su omnipresencia en la gran pantalla explica y regula el juego a los ocho concursantes con sus gags y maneras tipo Javier Gurruchaga.
Así, asistimos a un sinnúmero de situaciones tan absurdas como el emparejamiento de los miembros del coro que portan bolsas de compra de diferentes marcas de moda. Como si de un videojuego se tratara, los jóvenes recurren a trucos, argucias y objetos virtuales en su ayuda para para abrirse camino por las diversas salas y los dos niveles (que no actos, señores) de esta disparatada inventiva lúdica del señor Azorín. Al igual que el dinero, el ansiado Ópalo Mágico del título, el del amor eterno, aparece en el juego, por supuesto, provocando el enredo en una trama cuya nueva dramaturgia termina cansando hasta lo indecible por lo rebuscado e inverosímil de lo que va apareciendo ante nuestros ojos, con la estridencia y el grito como protagonistas.
Porque es una verdadera lástima que por ganarse las lentejas los cantantes de ambos repartos acepten participar de esta sandez escénica. En el primero de ellos, tenemos a Ruth Iniesta como Lolika. Bien es sabido que nos hallamos ante una soprano de gran carrera que mantiene la dignidad en el canto con no pocas agilidades en su vals "Amor, en su lecho de rosas", pero ella no tiene la culpa de que se la trate como a una niñata histérica. A su lado, el tenor Santiago Ballerini como el desdichado Alzaga (atrapado en una red como un conejo) exhibe bello timbre y destina momentos de gran refinamiento lírico en el dúo entre ambos de la segunda parte, donde se huele a veces el melodismo del genial zarzuelero José Serrano. Nos vamos a ahorrar comentarios del tratamiento que Azorín destina para los roles del banquero Carambollas y el tesorero Aristippus, caracterizados por Luis Cansino y Jeroboám Tejera, que no tienen encaje ninguno en este "juego del amor". El director de escena los ha desposeído de toda gracia y chispa.
Intencionado canto el del barítono Damián del Castillo como Trabucos, un cantante camaleónico por cierto, que se implica en este tótum revolutum de voces y griterío. Nos complació cómo entonó la mezzo Carmen Artaza, dando vida a la envidiosa Martina, su canción al ópalo. Guillermo García Calvo hizo lo que pudo desde el foso, como hacer que la orquesta se oiga más que a los cantantes, con una obertura de buen fraseo y unos pasajes de ballet de gran encanto. La música es lo único que se salva. No lo hacen ni la coreografía, metida con calzador, ni la inexistente dirección de actores (se dice que en este montaje el movimiento escénico es de Carlos Martos de la Vega, colaborador de don Paco en el destrozo -¿es que en este caos acaso lo hay?-, ni la escenografía: ¿a quién se le ocurre meter en un cubo a los cantantes, señor Paco, escenógrafo? Habiendo hecho esa canallada, percibíamos que el canto no se proyectaba correctamente hasta que se optó por un escenario más abierto en la segunda mitad, con el (des)concertante final de filmaciones en plano secuencia que parecía más el Sálvame diario que otra cosa.
Antes de comenzar el espectáculo, los jóvenes concursantes esperan el metro en el andén de la estación de Sevilla, con megafonía dentro del teatro que anuncia boberías varias. Invitamos desde aquí a Paco Azorín a que coja él mismo el tren. Y que no vuelva más.
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