Vuelvo a aparecer por este desangelado blog después de muchísimo tiempo, pues mis ocupaciones diarias me impiden escribir, y el ejercicio de la crítica musical se va mermando por la absorbente rutina laboral, para hacerme eco del último montaje del Teatro Real que no pude reseñar en ninguna revista del gremio, y me remito a este mi cortijo particular, pues es meritorio rememorar tan magnífica e inolvidable velada operística vivida en el coliseo de la Plaza de Oriente.
Daba la casualidad de que el político a la vez más polémico e influyente de Italia que haya existido en las últimas décadas, tan querido como odiado por las masas de la nación transalpina, el todopoderoso dueño de emporios y conglomerados empresariales relacionados en mayor medida con el mundo de la comunicación, el ínclito, de dudosa moralidad y costumbres poco o nada honorables, cuando no deshonrosas, aunque su fama y poder casi absoluto le dieron aparente inocuidad política y social, il cavaliere Silvio Berlusconi, fallecía a los 86 años por la leucemia que padecía el mismo lunes 12 de junio que yo asistía a presenciar la última función de Il turco in Italia del genial Gioacchino Rossini en el citado teatro. Parecía como digo una mera casualidad, pero lo cierto es que, disfrutando de la puesta en escena de Laurent Pelly que igualmente se hizo cargo del vestuario, para esta orillada ópera rossiniana, coproducida entre Madrid, Lyon y Tokio, algo me hacía recordar al inexpugnable Berlusconi, tan inexpugnable como el barco-revista en el que aparece Selim.
Es el Turco una especie de explotación por el cisne de Pésaro del bufonesco y exótico modelo anterior inaugurado por él con la mucho más popular hoy en día La italiana en Argel, se me venía a la cabeza, como digo, el universo mediático y populachero del difunto magnate italiano, con los programas del corazón de Telecinco en horarios de prime time y cuotas de share de máxima audiencia, cuyo último reducto ha sido Sálvame, producto paradigmático como ninguno ha existido nunca -con permiso del más "intelectual" Crónicas marcianas- de la telebasura, el escándalo, la provocación y el exhibicionismo televisivos, características por cierto de la vida personal del propio Berlusconi y propugnadas sin cesar por la citada cadena de su gigante empresarial Mediaset en la etapa de Paolo Basile, y del que, como la propia desaparición de Berlusconi, hemos asistido al óbito del otrora líder de audiencias de las tardes personificado en su adalid Jorge Javier Vázquez, retirada televisiva que se produjo precisamente el mismo mes de junio pasado tras más de 14 años en antena en sus diferentes variantes deluxes, anaranjadas o con limonada.
Y es que, atañéndonos a lo que nos interesa, la propuesta escénica -divertidísima y algo feminista, pero sin excesos- de Pelly, en un ramalazo de genio indiscutible donde los haya, atraviesa de principio a fin la trama de Il turco del universo y estética de la fotonovela, eso que, salvando las distancias, fue una especie de proto revista del corazón. Estas narran la vida y cotilleos de celebrities, famoseos, y las fotonovelas eran más bien unas tiras de cómic sentimentaloide, por lo que podemos decir que es una antecesora en el plano audiovisual de la telenovela, un género televisivo de ficción del que las parrillas de programación de las cadenas privadas, como la propia Telecinco, han estado bien nutridas a finales de los años 90 y principios de los 2000, telenovelas preponderadamente latinoamericanas y posteriormente de producto nacional, por lo general lacrimógenas y almibaradas, que gozaron de legiones de espectadores y tuvieron en otras personas como el que esto escribe sufridores pasivos.
Un falso telón con la portada de una de las revistas leídas en Italia en la década de los 60, Carina, donde se contempla a dos amantes mirándose en actitud cariñosa, nos sirve de ambientación visual mientras suenan los primeros acordes de la obertura rossiniana, que desembocan en un auténtico ejercicio de coordinación escénico-musical en un contexto cotidiano y prosaico que alberga la escenografía de Chantal Thomas. Los movimientos del maduro Don Geronio barriendo o cortando el césped mientras molesta a su joven esposa Fiorilla recostada en la tumbona mientras lee fotonovelas encajan de forma admirable con este acorde rítmico o aquel detalle instrumental de la citada página, que salpican al poeta italiano obsesionado con encontrar la inspiración para concebir una comedia de enganche. Toda una historieta en miniatura al compás de la música trepidante de Rossini.
Sí, porque las páginas interiores de estas revistas -amén de la originalidad de hacer aparecer al turco encaramado a la portada de Non posso amarti que sirve de simulación del casco, o más concretamente proa del barco con el que atraca- servirán en el acto segundo para que las dos mujeres en liza por el afecto del otomano, éste mismo y el amante despechado Don Narciso, interactúen dentro de un cómic-novela donde entran en juego entrecruzadas pasiones amorosas. Rossini en estado puro con el apoyo de lo visual, de la fotografía impresa en un papel. Papel con tinta del que renegará Fiorilla casi al final de la ópera, tras la mascarada y el cambio de identidades que nos recuerda más al enredo de Las bodas de Fígaro que a las máscaras de Don Giovanni, y que parece anticipar a Un ballo in maschera. Fiorilla se descubre abandonada por culpa de su carácter caprichoso y aventurero, y atribuye su antojo oriental a las dichosas revistas, gran cantidad de las cuales su marido le arroja desde una de las ventanas de su casa como signo de ponerle los muebles en la calle.
Laurent Pelly, que ya nos había adentrado en el terreno de lo jocoso y lo cómico en Falstaff de Verdi y Viva la mamma! de Donizetti, sabe tratar con soluciones idóneas tanto los instantes de pura y simple comicidad, como el chistoso terceto de Geronio, Narciso y Prosdocimo -de encuadre colectivo-, el dúo del turco Selim y Geronio o el aria de este último -uno más de los innumerables trabalenguas de Rossini en sus óperas bufas-, así como los momentos más emocionantes y sentimentales de esta innovadora partitura con sobresaliente imaginación teatral, pues los dos dúos, tanto el de disputa y riña como en el que ambos hacen las paces, poseen una dosis de teatralidad fuera de toda duda.
El reparto es el que obra el milagro de conseguir tal grado de entretenimiento escénico y calidad musical. Un primer cast al que asistí cuyo encuadre colectivo al final del concertante que corona el primer acto, menos desarrollado en el asunto del crescendo que otros del genial compositor de Pésaro pero filigrana vocal al fin y al cabo, simula esa viñeta de la que se quieren salir todos para, como en una colorida fotografía, cristalizar el galimatías de sensaciones colectivas de los personajes al descubrir identidades e intenciones.
La soprano hispano-estadounidense Lisette Oropesa vuelve a consolidar una de sus interpretaciones para el recuerdo, pues a su Fiorilla no la falta de nada en absoluto. Pizpireta y seductora en escena, las prodigiosas cualidades vocales de la americana para la coloratura, con agudos y sobreagudos pulcros y de firme emisión, hacen de este cómico personaje belcantista un eslabón más para seguir jalonando su carrera plagada de ininterrumpidos éxitos y que tiene en este repertorio italiano un filón inagotable para su maleable y ágil instrumento de lírico-ligera. Los expertos en voces hablan de soprano soubrette, aquella voz ligera que posee un timbre un tanto más grave y con gran facilidad para la actuación. Quizá Oropesa no sea una soubrette en el sentido ortodoxo del término, pero el caso es que da gusto ver su desenvoltura escénica desde su primer aria y los sucesivos dúos, exhibiendo una elegante y aseada línea de canto, colocando con naturalidad, refinamiento y justo vibrato cada dosis de agilidades. Ver y escuchar a Oropesa es ver y escuchar a un auténtico animal de escenario.
No nos visitaba el bajo Misha Kiria desde que encarnó al Falstaff verdiano en estas mismas tablas, y su Don Geronio tuvo el mismo carácter bufonesco que el malhumorado anciano concebido por Shakespeare. El bajo georgiano posee las dotes requeridas para el canto silábico rossiniano y aporta el acento y el énfasis adecuado a cada frase, administrando el histrionismo en su faceta de auténtico bajo-cantante. Me sorprendió gratamente el color vocal del también bajo bergamasco Alex Esposito como el turco protagonista, pues su cálido timbre de línea muy italiana empastaba idóneamente con el de Oropesa, y magnífica dicción y declamación en los recitativos la del último bajo en liza, Florian Sempey, como el poeta a la caza de ideas. Muy bien cantado, con emoción, lirismo apasionado e impoluto fraseo, el Don Narciso del tenor Edgardo Rocha, un personaje demasiado poético que no encaja demasiado con el público en un clima general de esparcimiento.
La excelente mezzo Paola Gardina dando vida a esta Zaida rossiniana -toda una Preziosilla de La forza del destino en potencia- dotó de dignidad a este personaje secundario, fundamental para comprender la trama amorosa, deleitó con la hondura de su canto en compañía de sus gitanos, las voces del Coro del Teatro, a cuyos integrantes se veía disfrutar como nunca en una producción divertida y con una dirección de actores como pocas ha habido en los últimos años en este teatro. Mención final para nuestro tenor Pablo García-López, que destiló gracejo como el fiel siervo de la gitana. La batuta del joven maestro Giacomo Sagripanti consiguió desplegar el juego rítmico y una concertación eficiente para sostener el castillo rossiniano de voces durante toda la función, cuyo interés no decayó en ningún momento. Lo dicho, una noche de final de primavera bien aprovechada en un espectáculo con letras grandes y con el fantasma de Berlusconi pululando sobre el escenario.
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