Como es costumbre antes de que llegue la Navidad, el Teatro de la Zarzuela acoge a la Compañía Nacional de Danza para ofrecer un ballet romántico en su escenario, lo que provoca una mayor presencia de público infantil y familiar que en las funciones líricas de temporada. En esta ocasión, en la recién inaugurada etapa de Muriel Romero al frente de la compañía, se ha elegido la reposición de La Sylphide, uno de los primeros ballets blancos de cierta fama antes de que el señor Adolphe Adam –precisamente el autor del celebérrimo villancico navideño francés "Minuit, chrétiens", el conocido como "Oh, noche santa"- hiciera furor con su Giselle gracias al arte de la bailarina Carlotta Grisi en la década de los 40 del siglo XIX.
La Sílfide, que tiene el mismo título que la selección de piezas pianísticas de Fréderic Chopin que elaboró y orquestó en el siglo XX el compositor británico Roy Douglas, se estrenó en 1832 en París con un libreto de otro Adolfo, Adolphe Nourrit y con música de mi tocayo el noruego Herman Severin Løvenskiold -barón, para más señas-, la primera "o" de su apellido escrita así, con una raya diagonal. Como nos cuenta el experto en danza Roger Salas, August Bournonville, que era un empresario, bailarín y coreógrafo danés muy avispado, y olía la clave del éxito en el incipiente mundo balletístico galo, quiso comprar los derechos de la obra pero no pudo, y se llevó la historia original de Nourrit a Dinamarca, acogiendo el Teatro Real de Copenhague la versión definitiva del ballet y la que finalmente sobrevivió, aunque estuvo conviviendo un tiempo con la propuesta primigenia de París.
Esta representación con coreografía original de Bournonville y puesta en escena de la danesa Petrusjka Broholm –nombre muy stravinskiano el de la señora- fue un pórtico idóneo para las fiestas navideñas. La escenografía, diseñada por Elisa Sanz, hogareña y sumamente detallista del primer acto, representativa de la inminente boda de James y Effie, me recordaba mucho a la del Cascanueces de Chaikovski que vimos hace algunos años por la CND en este mismo coliseo, aunque aquí estemos en Escocia y la acción no se desarrolle en Nochebuena. En el segundo acto, en el que se convocan los elementos fantasmagóricos y sobrenaturales –como pasará años después con la mencionada Giselle, modelo de ballet blanco- la escenografía recrea el clima de oscuridad boscosa dejando amplio espacio escénico para que el cuerpo de baile femenino exhiba todo su potencial de coordinación y perfecta ordenación.
Tuve la suerte de asistir a la función del 14 de diciembre, en la que bailaba una de las más destacadas estrellas de la compañía, la italiana Giada Rossi, que realizó una recreación sensible y delicada de la ninfa protagonista, hasta morir después de perder sus alitas. Todo un dechado de sutileza en las escenas junto a James. Al lado tenía como partenaire a Yanier Gómez Noda -ataviado con la siempre problemática falda escocesa-, un apuesto bailarín que arriesgó y dio todo lo mejor de su habilidad física, con ágiles saltos y piruetas, pues es el suyo el personaje con más demanda en este sentido, pero no puro exhibicionismo, sino en base al sentido de la trama. En uno de los saltos, en el acto primero, llegó al suelo con un ligero resbalón que provocó cierto susto entre los espectadores.
Como la hechicera Madge -una suerte de Azucena o Ulrica verdianas- tuvimos a Irene Ureña, de una enorme vitalidad y poderío escénicos, con asombrosas dotes para el histrionismo. Destacamos por último al tercero en discordia del triángulo amoroso, Gurn, el otro amante de Effie -interpretada por una estupenda Martina Giuffrida- encarnado por el bailarín brasileño Felipe Domingos, despuntó brillantemente con su movimiento estilizado y elegante. Y sensacional prestación fue la de los niños de la compañía, muy abundantes en la simpática escena a ritmo de giga escocesa del primer acto, siempre disciplinados y demostrando entusiasmo, como los miembros de la Compañía Nacional de Danza en su conjunto.
El maestro especializado en la interpretación de ballet Daniel Capps fue el director invitado por la Orquesta de la Comunidad de Madrid para interpretar la música distinguida, siempre refinada y de gran diversidad narrativa, de ese desconocido compositor teatral del XIX como es Lovenskold, bastante alejado de la radiante inspiración de un Adam, un Minkus y no decir de un Chaikovski, pero que gracias a la ejecución meticulosa, atenta y muy variada en dinámicas del director británico nos pudimos hacer una idea de la riqueza de recursos compositivos en el terreno del ballet escénico, aunque sin decantarse por el ulterior y omnipresente ritmo de vals. Señalo especialmente las interesantes aportaciones del chelo y todo el viento madera de la orquesta madrileña.
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